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Vuelvo a Toledo como si volviera a un laberinto con salida, a la casa donde nací aun sabiendo que ya no existe. El Toledo que vive dentro de mi historia es un Toledo provinciano, abarcable, con un cuartel de la policía armada y otro de la guardia civil en el casco urbano, un alcalde con camisa azul, una modesta y algo desafinada banda de música que tocaba algunos domingos en la plaza de Zocodover y en las procesiones de semana santa. Un Toledo de barrios territoriales, de clases sociales marcadas, de palacios vacíos y posadas cervantinas, de conventos, iglesias, parroquias y catedral de lujo con cardenal primado y sus cartas pastorales, obispo auxiliar, canónigos, párrocos y coadjutores. Un Toledo con sonido de campanas tocando a misa de ocho, de nueve, de diez y de doce los domingos, tañendo a muerto y repicando a gloria en una mañana luminosa de sábado santo. Un Toledo de cuarteles, con un Alcázar y con un gobierno civil y otro militar, de corona de laurel en un monumento a José Antonio, a finales de noviembre, con gente en brazo en alto y gritos de “España, una; España, grande y España, libre...” Un Toledo de barrio, de procesiones con vírgenes vacías por dentro y llenas de medallas, oros y platas por fuera: muñecas místicas para el pueblo piadoso. Un Toledo que estaba tan cerca de Madrid que solo tenía una emisora local de radio, que pertenecía a la familia Rato, con largos e interminables programas de discos dedicados, retransmisión desde la catedral del santo rosario y el diario hablado de Radio Nacional pero que no tenía un periódico local sino páginas especiales dentro de algunos periódicos de Madrid. Un Toledo tan lejos de la capital de España que solamente existía el tren de por la mañana de ida y el regreso por la tarde y un autobús, el Galiano, que hacia el recorrido dos veces al día y había que reservar los billetes con antelación. Un Toledo con un Instituto de Enseñanza Media que había sido el palacio del cardenal Lorenzana y ahora era un viejo palacio destartalado e inhóspito en el que los chicos íbamos por la mañana y las chicas por las tardes y algunos estudiantes dejaban notas escondidas en los pupitres para que las chicas las leyeran. Un Toledo en donde la máxima diversión los domingos era subir y bajar durante tres horas por la calle Ancha, desde la calle Hombre de palo a Zocodover, allí dar la vuelta a la plaza y bajar de nuevo, tomarse un cuba libre o un chato de vino y volver el lunes al trabajo o al colegio, a la monotonía provinciana. Un Toledo con la presencia de Doctor Gregorio Marañón, enfundado en su capa española, un monárquico, republicano, franquista, católico comulgando en misa de doce en la iglesia de Santo Tome y comprando a la salida mazapán en la Confitería del mismo nombre. Un Toledo con la impronta de Garcilaso, Lázaro de Tormes, Cervantes, El Greco, Juanelo Turriano, Pérez Galdos, Urabayen... Un Toledo sin sirenas de policías, sin huelgas, sin manifestaciones, sin bombas, una ciudad azoriniana, un poco viviendo de las rentas, empezando a despertarse con el turismo, la libertad de las turistas de minifalda y pechos sin sostenes... de la marihuana, las pintadas en algunas fachadas, la música de los Beatles, la creación de un polígono industrial, llegando gente de fuera y perdiendo su aire provinciano, votaciones, libertad. Un Toledo desbordado de mi historia que no puedo asociar a nuestra historia porque tú no estabas conmigo. Un Toledo que fue mi primer amor y del que me enamoré como más tarde me enamoraría de ti, siendo tú mi ciudad para siempre. ¡Oh pasión de mi vida,poesía desnuda, mía para siempre!