Thursday, June 26, 2014

La casa con una sombra dentro


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Vuelvo a Toledo como si volviera a un laberinto con salida, a la casa donde nací aun sabiendo que ya no existe. El Toledo que vive dentro de mi historia es un Toledo provinciano, abarcable, con un cuartel de la policía armada y otro de la guardia civil en el casco urbano, un alcalde con camisa azul, una modesta y algo desafinada banda de música que tocaba algunos domingos en la plaza de Zocodover y en las procesiones de semana santa. Un Toledo de barrios territoriales, de clases sociales marcadas, de palacios vacíos y posadas cervantinas, de conventos, iglesias, parroquias y catedral de lujo con cardenal primado y sus cartas pastorales, obispo auxiliar, canónigos, párrocos y coadjutores. Un Toledo con sonido de campanas tocando a misa de ocho, de nueve, de diez y de doce los domingos, tañendo a muerto y repicando a gloria en una mañana luminosa de sábado santo. Un Toledo de cuarteles, con un Alcázar y con un gobierno civil y otro militar, de corona de laurel en un monumento a José Antonio, a finales de noviembre, con gente en brazo en alto y gritos de “España, una;  España, grande y  España, libre...” Un Toledo de barrio, de procesiones con vírgenes vacías por dentro y llenas de medallas, oros y platas por fuera: muñecas místicas para el pueblo piadoso. Un Toledo que estaba tan cerca de Madrid que solo tenía una emisora local de radio, que pertenecía a la familia Rato, con largos e interminables programas de discos dedicados, retransmisión desde la catedral del santo rosario y el diario hablado de Radio Nacional pero que no tenía un periódico local sino páginas especiales dentro de algunos periódicos de Madrid. Un Toledo tan lejos de la capital de España que solamente existía el tren de por la mañana de ida y el regreso por la tarde y un autobús, el Galiano, que hacia el recorrido dos veces al  día y había que reservar los billetes con antelación. Un Toledo con un Instituto de Enseñanza Media que había sido el palacio del cardenal Lorenzana y ahora era un viejo palacio destartalado e inhóspito en el que los chicos íbamos por la mañana y las chicas por las tardes y algunos estudiantes dejaban notas escondidas en los pupitres para que las chicas las leyeran. Un Toledo en donde la máxima diversión los domingos era subir y bajar durante tres horas por la calle Ancha, desde la calle Hombre de palo a Zocodover, allí dar la vuelta a la plaza y bajar de nuevo, tomarse un cuba libre o un chato de vino y volver el lunes al trabajo o al colegio, a la monotonía provinciana. Un Toledo con la presencia de Doctor Gregorio Marañón, enfundado en su capa española, un monárquico, republicano, franquista, católico comulgando en misa de doce en la iglesia de Santo Tome y comprando a la salida mazapán en la Confitería del mismo nombre. Un Toledo con la impronta de Garcilaso, Lázaro de Tormes, Cervantes, El Greco, Juanelo Turriano, Pérez Galdos, Urabayen... Un Toledo sin sirenas de policías, sin huelgas, sin manifestaciones, sin bombas, una ciudad azoriniana, un poco viviendo de las rentas, empezando a despertarse con el turismo, la libertad de las turistas de minifalda y pechos sin sostenes... de la marihuana, las pintadas en algunas fachadas, la música de los Beatles, la creación de un polígono industrial, llegando gente de fuera y perdiendo su aire provinciano, votaciones, libertad. Un Toledo desbordado de mi historia que no puedo asociar a nuestra historia porque tú no estabas conmigo. Un Toledo que fue mi primer amor y del que me enamoré como más tarde me enamoraría de ti, siendo tú mi ciudad para siempre.  ¡Oh pasión de mi vida,poesía desnuda, mía para siempre!

Thursday, June 19, 2014

La casa con una sombra dentro.




23
El padre de la señora Elvira había sido nombrado Caballero Cubierto por el rey Alfonso XIII. Una sobrina de la señora Elvira estuvo encerrada en un convento de las Adoratrices en Madrid porque en aquel tiempo era consideraba un poco ligera de cascos. Para que la ingresaran intervino el mismísimo gobernador civil, Andrés Marín. La señora Elvira, aparte de ayudar a mi madre en las tareas de la casa, le rascaba las piernas porque nosotros estábamos ya escamados y cansados de hacérselo, a pesar de que nos prometía una peseta “si seguís un poco más”. El marido de la señora Elvira recién terminada la guerra se fue a hablar con Franco, dicen que había perdido el juicio durante la contienda y no volvió más y nunca lo encontraron. La señora Elvira no se pudo casar de nuevo y era una viuda sin muerto. Al final de su vida se quedó ciega y mi padre habló con el director del Hospitalito del Rey, un asilo que había cerca de la catedral, para que la admitieran. Es el mismo asilo que sale en “Del rosa al amarillo”, la película de Summers. A veces íbamos a verla y estaba limpia, había engordado, era feliz y, sobre todo, iba a misa a diario, algo que a mi madre le alegraba porque la señora Elvira no era nada amiga de curas ni de iglesias. Y no lo era porque vivía “en pecado” con un hombre que era su huésped pero que era en realidad su pareja. La señora Elvira es la protagonista de un poema titulado, “Elvira” que cierra In tempore belli y que para muchos es el mejor poema del libro.

Wednesday, June 11, 2014

La casa con una sombra dentro



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“Son las diez de la noche en el reloj de la Puerta del Sol. Diario hablado de Radio Nacional de España. El Jefe del Estado ha inaugurado...”, las primeras carreras delante de los grises, Fraga se baña en Palomares,  los veinticinco años de paz, el referéndum nacional: vota sí; las descargas de la policía por las Ramblas, el periódico Madrid y el artículo “Retirarse a tiempo, no al General de Gaulle”, las pintadas nocturnas en mi ciudad, el ministro Lora Tamayo, los discursos de Franco, El libro rojo de Mao, aquel mayo del 68, la transición, la firma de la Constitución, los pósteres del PSUC. La tercera de ABC de José María Pemán, el We shall overcome de Joan Baez, el programa Ustedes son formidables con la sintonía de un fragmento de la novena sinfonía de Dvorak, el programa Silencio, se ruedade Marsillach en TVE, L´estaca de Lluis Llach, el descubrimiento de Marcuse, Adorno y Nieszche, la imagen de un hombre-robot caminando torpe en la luna, los muertos en Vietnam, la Historia de España de Pierre Vilar, el Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado, de Miguel Hernández, las centraminas, la segunda edición de La realidad y el deseo de Cernuda, Julián Grimau, la cogida de El cordobés una tarde de verano, Cuadernos para el diálogo, los recitales en Canet de Mar protegido el camino de entrada por policías con la metralleta apuntándonos, los viajes a Perpignan a ver El último tango en París. El olor a carbonilla en las tardes desoladas de domingo en Barcelona sentado en un banco de la Plaza de Urquinaona, una semana de música religiosa en Cuenca, el descubrimiento del barrio gótico de Barcelona, el viaje a Italia intentando saludar a Alberti, los carbones de unos labios en Chartres, cerca de la catedral, que me dejaron para siempre quemados los míos; el miedo a la policía secreta de Toledo cuando encontró una carta mía en la que citaba al partido comunista, la primera vez que oí cantar a Victoria de los Ángeles, España se divide en cincuenta provincias y quince regiones, a saber; me acuso, Padre, que he pecado contra el sexto mandamiento: “¿Cuántas veces, hijo mío?”; el sermón y la misa de once, la mili obligatoria, los porros, antes de pe y be se escribe eme. Un siete de julio en las Ramblas, 1971. Una fotografía de amigos que ya va teniendo huecos... 
      Renglón y cuenta nueva. Esta fue mi vida. Al recordarla ahora me parece de otro y me no me reconozco. Y siento escalofríos.

Saturday, June 7, 2014

Un adelanto...



              


                                                      
















              Geografia

En Barcelona fuimos una hoguera
aquel verano del setenta y uno
ardiendo sin llegar a ser ceniza.
Después vino una lluvia inadvertida
e inundó el cobertizo donde estaba la leña.

En Nueva York bajamos al abismo
y estuvimos a punto de ser carbonizados.
Crecieron unas sombras en la alcoba
insistiendo en mezclar su sangre con la nuestra,
pero nos protegimos con la muerte
que era todo lo que aún nos quedaba.

Anoche en Alexandria, junto a ti,
iluminados por la dudosa satisfacción
del que llega a la meta, éramos dos rescoldos
caminando despacio hasta el hotel
para dormir en camas separadas,
sabiendo que al crecer la luz primera
vendrías a mi lado a despertarme.









Thursday, June 5, 2014

La casa con una sombra dentro






21

        Cuando vivía en Toledo, a eso de las nueve de cada 14 de enero sonaba el teléfono y todos sabíamos quién era el que llamaba tan temprano. Mi madre, que se había vestido como si fuera a recibir visita, cogía el teléfono y con su mejor voz de «señora bien de provincias» respondía solícita y educada. La veíamos sonreír y dar las gracias con voz de monja, como le decía mi hermano mayor. Era Su Eminencia Reverendísima en carne y hueso el que llamaba, el Sr. Obispo, con la sotana de botones rojos, el alzacuellos purísimo, el llamativo anillo de amatista que nos daba a besar cuando íbamos a Palacio el día de su cumpleaños, la riquísima cruz pectoral de brillantes que había pertenecido al cardenal Gomá, de quien fue secretario, la media naranja vacía del solideo y los puños de la camisa blanca con gemelos de oro con la cruz de Caravaca. Mi madre repetiría la historia de la llamada a lo largo del día: “La primera llamada ha sido la del Sr. Obispo, como todos los años, ya sabes que somos familia, para felicitar a mi marido y a mi hijo, y para decirnos que ha ofrecido la misa por su salud y bienestar». Yo ese día me sentía importante y hasta me parecía menos feo y horrible este nombre que siempre he odiado y todo porque el Sr. Obispo, un pariente lejano de mi madre, había llamado desde el Palacio Arzobispal para desearnos a mi padre y a mí un feliz día. Un vecino nuestro que había sido republicano y que echaba la culpa a la Iglesia de “lo del 36” me decía: «Si este pariente hubiera sido albañil me imagino que tu madre no hubiera apreciado la llamada como la de este parásito, que vive de hacer nada, pero como lleva hábitos y sabe latín pues tu madre pierde el culo por el parentesco”. Después de la llamada del Sr. Obispo, seguían las de las viejecitas de misa y comunión diarias, la del Padre Guardián de los Franciscanos que, en la fiesta que mis padres daban por la tarde, astutamente reservada por horas a diferentes grupos según las afinidades, se quitaría la cogulla y contaría chistes verdes, algo muy atrevido y casi herético en los tiempos de antes del Concilio. Llamaban algunos sacerdotes conocidos de mis padres diciendo a mi madre que habían ofrecido “el santo sacrificio por Don Hilario e Hilarito”, llamaban las monjitas del convento de San Antonio, a las que mi padre ayudaba monetariamente, llamaban las dominicas a las que mi madre les pedía que rezaran por la familia y les mandaba una «ayudita» de vez en cuando, llamaban las Benedictinas, que zurcían y bordaban prendas de mi familia, llamaban las Carmelitas descalzas que enviaban con la demandadera, la señora Eustaquia, docenas de preciosos escapularios, llamaban las otras Carmelitas, las de la Caridad, que eran las del colegio donde mis hermanas y yo estudiábamos. También llamaba el sacristán de la parroquia de Santo Tomé, el señor Miguel, que explicaba de carrerilla El entierro del Conde de Orgaz a los cuatro turistas que por aquel entonces iban a ver el cuadro del Greco, y, siempre las últimas, haciéndose las importantes, llamaban las hermanas del Sr. Obispo para decir que llegarían un poco tarde a la fiesta porque estaban muy ocupadas ya que ese mismo día tenían que ir, primero, a tomar el té en casa de los de Montemayor, que eran riquísimos y además benefactores de la Virgen del Sagrario, después a una entronización del Corazón de Jesús en casa de los Condes de Orgaz y al cumpleaños del canónigo penitenciario que era catalán y se llamaba Don Luis Guasch “y si nos queda tiempo pasaremos por ahí, pero no te lo prometemos”. Mi madre pensaba de ellas que eran dos brujas.  Pero un Papa convocó un Concilio y “la gente de iglesia” nunca más volvió a llamar y mi madre se quedó sentada esperando que el teléfono sonara sin imaginarse todo lo que el Concilio se llevó que, aparte del latín y las sotanas, del misterio y de la fastuosidad de la liturgia, se llevó a su marido que pasó de ser un católico ejemplar y un padre modelo a ser un renegado. Su Eminencia Reverendísima se murió, las monjitas dejaron el convento para trabajar en oficinas y hospitales, el Padre Guardián y el Maestro de Novicios colgaron los hábitos y se fueron a Barcelona a trabajar en Herder, las viejecitas, confundidas de tiempo y de normas, no sabían, si por culpa del Concilio, el día de San Hilario era el 13 o el 14 o no era nunca más y el sacristán se jubiló cansado de cantar en funerales, sonreír en bodas y bautizos y repicar en tiempo de resurrección. Mi madre, ya sin su marido que se había ido a vivir a la finca, esperaba no sólo el día 14, como había sido tradicional, sino también el 13, a que alguien llamara a felicitar a su marido y a su hijo Hilarito. Pero casi nadie llamaba.