Saturday, June 27, 2015

Perdices asadas.




                                        PERDICES ASADAS

          Bajando la Cuesta del Agua Amarga y torciendo a la derecha al callejón de las Tres Perdices, se llegaba a la plaza de la Custodia desde donde se podía ver el río Tajo, oír su ronca respiración y oler su cuerpo limpio. Descendiendo trece escalones, entrando en la tortuosa y empedrada cuesta de la Muerte, saltando unas piedras y cruzando unos arbustos bajos y espinosos se llegaba a la orilla, donde una arena verde y apelmazada, con olor a cieno y a peces, encarcelaba al agua. A la izquierda, reflejada en la corriente, se levantaba la casa de don Illán: grande, pesada, cuadrada, sólida, de ladrillo ocre, fachadas cerradas, con dos únicas ventanas mirando al río, torre semicircular, como un barco con la proa sumergida dentro del agua, en la que el Mago tenía sus habitaciones secretas. El jardín tenía doce álamos, ocho cipreses, parcelas de verde y plata, rojo, amarillo y rosa; una pequeña huerta y, en el medio, una enorme jaula en forma de hórreo con perdices. En la otra orilla y frente al caserón de don Illán se levantaba la ermita de Nuestra Señora de Borges, rematada su humilde espadaña por una inmensa cruz.
          Agobiada y circundada por el Tajo, la ciudad, un sofoco de casas apiladas unas contra otras, se asentaba sobre siete colinas en las cuales se erguían de derecha a izquierda, la Catedral, el Alcázar, el Palacio Arzobispal, la Iglesia de Santo Tomé, la Posada de la Hermandad, el Palacio del conde de Benavente y el caserón de la Inquisición, muy próximo al Tajo.
          Cuando Carlos I estuvo en La Coruña, fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde, que había estudiado en la universidad de Salamanca y era deán de la catedral de Santiago, fue nombrado su confesor y capellán real. Era fray Jesús un hombre de ojos vivísimos, luminosos y labios carnosos, frente ancha e ideas brillantes, astuto y orador elocuente. Se decía, pero nadie lo podía confirmar, que era aficionado a la magia y que tenía poderes. Oyendo el castellano oscuro, casi ininteligible, de marcado acento extranjero del monarca, al confesor le costaba entender la retahíla de los pecados reales, que siempre giraban sobre el mismo tema. El rey era absuelto, una y otra vez, de haberse acostado o bien con una lavandera, o con la hija de su barbero, o con una princesa, o con dos (a veces tres) damas francesas del séquito de la reina y, en contadas ocasiones, de haber tenido oscuros pensamientos al reparar en el hermoso perfil de un mozo poeta castellano a su servicio. (Años más tarde volvería a sentir, al releer los versos del poeta una tarde de verano, el mismo sobresalto en la soledad de Yuste, y aunque comprendió su significado ya era demasiado tarde.)
          El emperador, a instancias del cardenal Tavera, nombró Gran Inquisidor al deán de Santiago y éste se trasladó a Toledo. Al llegar a la ciudad imperial su primera visita, después de cumplimentar al rey y al cardenal Tavera, fue para don Illán. Llegó de noche; no era propio de un inquisidor visitar a un mago. Se paró a respirar en la plaza de la Custodia; se sentía viejo y cansado y ahora más que nunca -pensó- necesitaba vivir, para poder mandar herejes a la hoguera. Acostumbrado a la humedad de Santiago, el clima seco y áspero de Toledo le resecaba la garganta, naciéndole en el pecho un galope que le ahogaba. Miró al río, que era una cinta negra con reflejos lunares, y respiró hondo. Cuando las campanas de la catedral daban las diez y el deán iba a hacer sonar el aldabón de la puerta de la casa mágica, aquélla se abrió y el brujo le invitó a pasar. El deán de Santiago, distante, frío y autoritario, saludó a don Illán; éste, al doblar levemente la cabeza, sintió un escalofrío. Vidrios azules le salpicaron su cerebro.
          Bajaron a las habitaciones secretas arropadas por el Tajo. Sus pasos resonaban. La humedad era una sábana verde que colgaba del aire. Hablaron. Al pedirle el Gran Inquisidor, bruscamente, la fórmula de la eterna juventud, el mago comprendió que el deán de Santiago venía en plan de guerra y se declaraba su enemigo. En el tablero del ajedrez de la noche y el alba jugaron la última partida. Amanecía cuando el brujo echó al deán de su casa. Al cerrar el portón el deán oyó un mugido lunar, un trueno líquido de plata y un galopar de muerte. En la catedral de Santiago, las campanas doblaron a muerto.
          A pesar de los tapices que cubrían las altas paredes del alcázar, el emperador, que contemplaba el río y tenía un libro de poemas en sus manos, sentía frío. Acababa de firmar la ejecución de don Illán que Fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde le había traído en persona. La muerte del brujo se llevaría a cabo el día del Corpus Christi, después de la procesión, en un solemne auto de fe en la Plaza de Zocodover, bajo el Arco de la Sangre. 
          Una hora antes de la ejecución de Don Illán, cuando la rica custodia de Arfe entraba de regreso en la catedral por la puerta del Perdón, el sol se apagó, los gallos cantaron, comenzó a llover torrencialmente, un viento de guerra movió la Campana Gorda de la catedral y su sonido explotó tímpanos de niños recién nacidos, hizo a los sordos oír, rompió cristales, derrumbó estatuas y rectificó el curso del río, que se salió de su cauce. Al desbordarse inundó parte de la ciudad baja y la furia de su corriente arrasó con el caserón de la Inquisición.
          El cuerpo del deán de Santiago, Gran Inquisidor, confesor y capellán real, no se encontró jamás.
          Revestido con casulla verde y plata, alba purísima de hilo, manípulo y estola de raso, guantes rojos, báculo y mitra dorados, presidiendo la gran estancia secreta, embalsamado por el abrazo del río, peces azules le ciegan su mirada, musgos de silencio le adornan su boca, algas tejidas por Salicio y Nemoroso le encarcelan sus manos, ángeles de cieno bautizan su memoria herética. Su deseo de vida eterna se cumplió.
          Cada noche, el mago se acerca a él y le ofrece perdices asadas de cena.

Thursday, June 18, 2015

Morir de pie...

   Morir de pie: la poesía del capitán Aldana

Dibujo de Hilario BarreroHasta hace relativamente poco la obra y el nombre de Francisco de Aldana eran desconocidos tanto por la crítica como por el público. Su influencia en la poesía de nuestro tiempo le ha redescubierto y han aparecido trabajos fundamentales y tesis doctorales que han estudiado la vida y obra del capitán divino. Entre los primeros debemos mencionar los de Vossler, J.P.W. Crawford, Rodríguez-Moñino, Menéndez Pelayo, José María de Cossio y el de Cernuda publicado en la revista Ínsula en diciembre de 1954. Además fueron decisivos el libro de Lefebvre, publicado en Chile en 1953, la edición de las Poesías de Aldana en “Clásicos castellanos” por Elías Rivers en 1966 y la de Planeta, de Rosa Navarro en 1994.
Aldana nació en 1537 probablemente en el reino de Nápoles, donde su padre era capitán, encargado de las fortalezas de Aquila, Gaeta y Manfredonia. De joven, viviendo en Florencia, adquirió Aldana “un conocimiento del neoplatonismo, sino también —dice Rivers—, hasta cierto punto, esa actitud pagana de hedonismo filosófico que asimismo era típica de la Italia renacentista”. Llega a Madrid en 1576 y escribe la famosa Carta para Arias Montano y las Otavas dirigidas al rey don Felipe. Conoció al rey don Sebastián de Portugal quien hacia preparativos para la conquista de África. Don Sebastián pidió a su tío el rey Felipe que le enviara a Aldana como consejero militar y así lo hace. Los dos se encontraron cerca de Tres Ribeiros y don Sebastián le nombró maestre de campo general. El ejercito portugués estaba mal organizado y cuando la fuerza enemiga, en la llanura de Alcazarquivir, atacó los portugueses perdieron su valentía y los moros mataron a casi todo el ejercito, incluido el rey don Sebastián que tenía 24 años y Aldana. Cuentan que algunos vieron a ambos un poco antes de morir. “Y el día de la batalla, andando Aldana a pie por le haber muerto el caballo, le encontró el rey y le dijo: – Capitán, ¿por qué no tomáis caballo? -Y él dicen que le respondió: -Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie. -Y con la espada en la mano tinta en sangre, se metió entre los enemigos, haciendo el oficio de tan buen soldado y capitán como él era”. Una muerte perfecta para un caballero y poeta de “a pie”.
La poesía de Aldana está llena de sensualidad y de neoplatonismo. Su actitud pagana, así como su manera de tratar el arte de amar le hacen un poeta rabiosamente actual. Y aun cuando el primer soneto que abre esta antología es citado hasta la saciedad lo hace porque en él vemos, aparte del dialogo, de la lucha de amor, la fusión de las almas, el armazón del poema, su trazado arquitectónico que es perfecto y su equilibrio, también apreciamos la fogosa sensualidad que hay en el poema y “una muy típica percepción hipersensual de la realidad física”. (Rivers). El escalofriante endecasílabo “en nuestros labios, de chupar cansados” es una directa y nueva manera de presentar la pasión de amar que nos quema y nos sorprende aun ahora. Siete sonetos para aprender a amar o a morir.



Soneto XII
-¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando
en la lucha de amor juntos, trabados,
con lenguas, brazos, pies y encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredando,
y que el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y sospirar de cuando en cuando?
-Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también, tan fuerte
que no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte.




Soneto XXXIV
Reconocimiento de la vanidad del mundo
En fin, en fin, tras tanto andar muriendo,
tras tanto varïar vida y destino,
tras tanto de uno en otro desatino
pensar todo apretar, nada cogiendo,
tras tanto acá y allá yendo y viniendo
cual sin aliento inútil peregrino,
¡oh Dios!, tras tanto error del buen camino,
yo mismo de mi mal ministro siendo,
hallo, en fin, que ser muerto en la memoria
del mundo es lo mejor que en él se asconde,
pues es la paga dél muerte y olvido,
y en un rincón vivir con la vitoria
de sí, puesto el querer tan sólo adonde
es premio el mismo Dios de lo servido.




Soneto V
Por un bofetón dado a una dama
¡Oh, mano convertida en duro hielo,
turbadora mortal de mi alegría!
¿Pudiste, mano, oscurecer mi día,
turbar mi paz, robar su luz al cielo?
El rubio dios que nos alumbra el suelo
corre con más placer que antes solía,
cubierta viendo a quien su luz vencía
de un mal causado, indigno y turbio velo.
¡Goza, envidiosa luz, goza de aquesto!
¡Goza de aqueste daño, oh, luz avara!
¡Oh, luz, ante mi luz breve y escasa!;
que aún pienso ver, y créeme, luz, muy presto,
cual antes a mi luz serena y clara,
y entonces me dirás, luz, lo que pasa.




Soneto XVII
Mil veces digo, entre los brazos puesto
de Galatea, que es más que el sol hermosa;
luego ella, en dulce vista desdeñosa,
me dice: “Tirsis mío, no digas eso”.
Yo lo quiero jurar, y ella de presto,
toda encendida de un color de rosa,
con un beso me impide y, presurosa,
busca tapar mi boca con un gesto.
Hágole blanda fuerza por soltarme,
y ella me aprieta más y dice luego:
“No lo jures, mi bien, que yo te creo”.
Con esto, de tal fuerza a encadenarme
viene que Amor, presente al dulce juego,
hace suplir con obras mi deseo.




Soneto XX
Es tanto el bien que derramó en mi seno,
piadoso de mi mal, vuestro cuidado,
que nunca fue tras mal bien tan preciado
como este tal, por mí de bien tan lleno.
Mal que este bien causó jamás ajeno
sea de mí, ni de mí quede apartado,
antes, del cuerpo al alma trasladado,
se reserve de muerte un mal tan bueno.
Mas paréceme ver que el mortal velo,
no consintiendo al mal nuevo aposento,
lo guarda allá en su centro el más profundo;
sea, pues, así: que el cuerpo acá en el suelo
posea su mal, y al postrimero aliento
gócelo el alma y pase a nuevo mundo.




Soneto XXXI
El ímpetu crüel de mi destino,
¡cómo me arroja miserablemente
de tierra en tierra, de una en otra gente,
cerrando a mi quietud siempre el camino!
¡Oh, si tras tanto mal grave y contino,
roto su velo mísero y doliente,
el alma, con un vuelo diligente,
volviese a la región de donde vino!
Iríame por el cielo en compañía
del alma de algún caro y dulce amigo,
con quien hice común acá mi suerte;
¡oh, qué montón de cosas le diría!
¡Cuáles y cuántas, sin temer castigo
de fortuna, de amor, de tiempo y muerte!




Soneto XXXII
Mil veces callo que romper deseo
el cielo a gritos, y otras tantas tiento
dar a mi lengua voz y movimiento,
que en silencio mortal yacer la veo;
anda cual velocísimo correo
por dentro al alma el suelto pensamiento
con alto y de dolor lloroso acento,
casi en sombra de muerte un nuevo Orfeo.
No halla la memoria o la esperanza
rastro de imagen dulce y deleitable
con que la voluntad viva segura:
cuanto en mí hallo es maldición que alcanza,
muerte que tarda, llanto inconsolable,
desdén del Cielo, error de la ventura.

Publicado en Libro de notas, de Marcos Taracido.

Friday, June 5, 2015

Suroeste: la revista bien orientada.







Me llega desde Badajoz el número 5 de Suroeste, revista de literaturas ibéricas, dirigida por Antonio Sáez Delgado. En el Consejo asesor me encuentro, entre otros, con dos poetas y amigos de primera: Álvaro Valverde y Martín López-Vega. Es Suroeste una señora revista, tanto por la forma como por los fondos. 204 páginas de poesía, prosa, ensayos y critica de libros, más hay espléndidas ilustraciones que iluminan los textos, dos preciosos encartes y una cita de Saramago en contraportada que habla de ibérico y de iberismo. Es un gozo y una sorpresa, que uno agradece al equipo de Suroeste, recibir un revista de este tipo en donde el poema tiene espacio suficiente para respirar, abrir sus ramas y descansar en un lecho de papel noble y suave. Una revista que, sin duda, marca un nivel en el arte de crear un estilo en una publicación ejemplar y perdurable. Suroesteestá perfectamente situada y tiene claro donde están sus cuatro puntos cardinales:  unir culturas, tener la oportunidad de pasar la frontera del idioma como quien pasa un rio, adentrarse en un territorio en donde la belleza exterior es deslumbrante y dar a conocer voces que, aunque cercanas, están en apareriencia lejanas. Estas ideas hacen de Suroeste una  revista bien orientada. Tiene uno la suerte de participar en este número 5 con “Cuatro poemas neoyorquinos”. Y lo que es la casualidad: la revista me llega el mismo día en el que nació, hace 117 años, García Lorca y entre los cuatro poemas hay uno que recuerda al poeta de Granada. Aquí va el poema.


Wednesday, June 3, 2015

Procesión por dentro.




 
       Corpus Christi Toledo.

Pasa el cortejo. Un niño es centinela
y aunque no lo comprende todavía
el tiempo le dirá que es la poesía
lo que le angustia y a la vez le encela. 

Ve de los toldos la ondulante vela,
el tomillo vibrante de alegría,
la luz le llena de melancolía
y Dios es una llama que le hiela.

Es Toledo su muerte y es su clave,
norte, final, encrucijada y centro,
misa de doce, padrenuestro y llave. 

Vuelve mayor y salen a su encuentro.
Le pesan los recuerdos, pero sabe  
que hay otra procesión que va por dentro.