Thursday, May 29, 2014

La casa con una sombra dentro





20
Al único hijo que tenían lo asesinaron los republicanos en la guerra civil del 36, dejando al matrimonio con cinco hijas. Mi madre recordaba ver a don Saturnino, profesor de Caligrafía del Instituto de Enseñanza Media, caminar por casa cuando se dirigía a dar clases. Dice mi madre que mi abuela al verle pasar comentaba: “Siempre va como una patena, además tan educado, vamos, un señor”.
—Buenas días, doña Eladia.
—Buenos días, don Saturnino.
De las cinco hijas, las dos más pequeñas habían sido amigas de mi madre desde la infancia y habían jugado en el Paseo del Tránsito donde yo jugué años más tarde. Después fueron juntas, antes de que estallara la guerra, a la Escuela Normal a estudiar Magisterio. Purita terminó la carrera que ejerció durante toda su vida. Ni Magda ni mi madre la terminaron por culpa, dicen, de la contienda civil. Magda y Purita, tan primorosas, tan señoritas de provincia, tan religiosas, tan educadas, tan pulcras y con la mejor caligrafía de la ciudad se quedaron solteras. Las otras tres hijas se casaron: dos en “zona roja” y la otra con un militar en la zona nacional. Se murió don Saturnino con casi ochenta años poco después de que lo hiciera su mujer, doña Adela, dejando en el testamento “a las hijas que se quedaran solteras”, aparte de solas y con luto riguroso por mucho tiempo, una casa en el centro de la ciudad. Por algún tiempo siguieron viviendo en la casa solariega, casi un palacio, con un enorme patio toledano, un jardín con una alberca llena de algas y verdín, con agua estancada y vieja, una palmera que sobrevivía los fríos del invierno, rosales de escandalosas rosas, una oliva y un granado: el árbol más querido de todos, que no sólo había sido inmortalizado en un óleo del pintor toledano Enrique Vera, sino que además, según decían, había sido visitado por Pérez Galdós cuando escribía en Toledo Ángel Guerra. La casona de tres pisos, que había pertenecido a un noble en el siglo XVII, estaba situada en el barrio judío, en una calle estrecha, muy cerca de la Sinagoga del Tránsito y de la Casa del Greco y estaba llena de habitaciones, pasillos y recovecos, tenía un escudo de piedra en el portón y un artesonado mudéjar en el amplio portal de entrada. Mi madre se casó dos años después de terminada la guerra, cuando ya mi abuela había muerto, dicen que de pena al perder a su hijo y a su marido fusilados al mismo tiempo por los republicanos. La guerra, el matrimonio de mi madre y el luto de las hermanas hicieron distanciarse a Magda y Purita de mi madre aunque cuando se veían, a la salida de misa o en alguna fiesta benéfica, siempre se saludaban y se quedaban hablando largo rato. Poco a poco Magda comenzó a venir a casa. Llegaba, puntualmente, a las doce y media después de hacer la compra y mientras mi madre preparaba la comida, Magda se sentaba a la mesa de la cocina y hacía la visita, práctica que duraría muchos años, hasta que un día, después de volver de veraneo en San Sebastián, adonde siempre habían ido con sus padres y continuaron yendo las dos hermanas solas, le dijo a mi madre que tenía unos dolores muy fuertes de cabeza y que no se sentía bien. Las visitas se interrumpieron bruscamente y Magda murió unos días después, cuando sólo tenía cincuenta años. Un día Magda vino a casa llorando y le contó a mi madre que una de sus hermanas quería comprar la casa de sus padres y que el resto de las hermanas estaban de acuerdo. Otro día vino diciendo que la hermana les había dado un mes de plazo para mudarse. Ya por entonces la calle estrecha era un río de turistas y todos los portales de las casas se habían convertidos en tiendas de damasquinos, mantelerías y “suvenires”. Magda estaba indignada y recuerdo lo mal que hablaba de su hermana y cómo la insultaba a ella y al marido, lo cual a mí me parecía muy extraño. Estuvo sin venir unos días mientras se mudaban a la casa que sus padres habían dejado a las hijas solteras. Era mayo y nosotros las ayudamos a llevar algunas cosas que eran frágiles, entre ellas una enorme Virgen del Carmen que llevamos entre mi hermano mayor y yo. Cuando el médico dijo que se la llevaran a su casa “a morir”, mi madre iba a verla cada tarde cuando nosotros estábamos en el colegio. Aprovechaba entonces Purita la visita de mi madre para salir a hacer la compra y a visitar a la Virgen del Sagrario. La última tarde, Magda cogió de la mano a mi madre y comenzó a hablar como si se confesara: “Quiero que sepas una cosa. Como no podía vengarme de otra manera de la faena que nos hizo la cochina de mi hermana, el último día de estar en la casa de mis padres, al atardecer bajé al jardín que estaba lleno de vida, las golondrinas volaban bajo, el granado cargado de frutas, los rosales cuajados de rosas, los geranios ardiendo de color, el agua de la alberca renovada. Estuve un rato paseando y llegué a la pérgola debajo de la cual, en épocas más felices, cenábamos en verano toda la familia. Fui tocando los troncos de los árboles, olí las rosas por última vez y me acerqué al granado. Lo abracé, besé el tronco rugoso y centenario, abrí una botella de lejía que llevaba conmigo y lentamente se la eché alrededor de la base del tronco, humedeciendo la tierra seca que el tragó sediento. Al pasar por la alberca metí las manos en el agua y cerré la puerta de hierro tras de mí”. Anochecía y dice mi madre que después de la confesión su amiga de toda la vida cerró los ojos y se quedó dormida.

Thursday, May 22, 2014




 

19
Mi tío Andrés, el marido de la hermana mayor de mi padre, fue alcalde de San Martín de Valdeiglesias a finales de los años cuarenta y principio de los cincuenta. Acompañado de su mujer y su hija venía a pasar las Navidades con nosotros. Los primeros años traía puesta una camisa azul, llamaba de tú a Girón y era amigo de Ridruejo y Serrano Suñer. Mi tía era la maestra del pueblo y le llevaba diez años a mi tío. Era muy seria, “una Barrero”, comentaba mi madre. Tenía, en la planta alta de su casa, un oratorio donde rezaba el rosario cada noche. De comunión diaria, cuando se veían mi padre y ella, dialogaban sobre el Cántico espiritual o las Siete moradas, que a mi hermano mayor y a mí parecía que hablaban del Castillo de San Servando. Mi tío leía el ABC, llamaba cabrones a los que no pensaban como él, tenía un carácter muy cordial, unos ojos como dos diamantes y era un buen bebedor. Cuando supo que me gustaba la poesía, me regaló varios libros que tenía en su biblioteca, entre ellos volúmenes en preciosas ediciones de poetas falangistas o del régimen. Guardo aquí dos: Eugenio o la proclamación de la primavera, del olvidado  Rafael García Serrano, publicado por Ediciones Jerarquía, fechado en el MCMXXXVIII y con una dedicatoria que estremece: “Para mayor gloria del César joven, José Antonio… En memoria de todos los caídos antes de la guerra. En memoria de todos los camaradas que murieron por la Revolución Nacionalsindicalista. Presentes”. Y los Sonetos a la piedra, de Dionisio Ridruejo, editado por la Editora Nacional. Siempre me llamaron la atención tres cosas del libro: las ilustraciones, las personas a las que iban dedicados los sonetos y la nota, toda en mayúsculas, que iba al final del libro: “Este libro de “Sonetos a la piedra” fué (sic) emprendido en la primavera de 1935 e iba más que mediada la composición en el verano de 1936. No obstante, el último de sus sonetos queda fechado en 1942. Se acabó la impresión en el mes de noviembre de 1943 en los talleres tipográficos de Silverio de Castro, 40, Madrid. Las ilustraciones son originales de José Caballero”. Cuando me hice mayor y supo que me gustaba Alberti me dijo: “Ese es un jodío comunista y un cabrón de armas tomar”. Se llevaba muy bien con mi madre y los dos, en la cocina, mientras mi padre y mi tía hablaban de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús, bebían un vermú y hacían bromas sobre la seriedad de sus respectivos cónyuges. Yo pasé un verano con ellos y descubrí en el jardín, mientras mis tíos dormían la siesta, el peligroso perfume de la rosa y el traicionero reflejo del agua en el estanque. Y sentí, por primera vez, el filo de una navaja oxidada que desgarraba mi corazón.


Thursday, May 15, 2014

La casa con una sombra dentro



 18

Renuncio a Satanás, / a sus pompas y a sus obras / y me consagro de nuevo /  al servicio de Jesucristo”. Lo estuvimos ensayando en el colegio durante una semana y la hermana Aurora nos decía que teníamos que decirlo más claro y más fuerte y con más convicción; algunos nos confundíamos y a otros se les olvidaba el texto a la mitad. “No se os olvide poner la mano sobre los evangelios – nos decía la monja –. Andad con paso firme, la cabeza alta, solemnes, recordad que acabáis de recibir el cuerpo de Jesús por primera vez, que sois sagrarios vivientes”. Yo lo ensayé en mi casa y me lo repetía cada cinco minutos. Pregunté a mi madre qué significaba eso de “pompas y obras” (que todavía no sé muy bien) y me dijo que tenía “que ser bueno, querer al niño Jesús, no pecar para no ir al infierno”. Llegó el día señalado, una vez terminada la misa nos pusimos en fila y fuimos consagrándonos de nuevo al servicio de Jesús; a unos se les olvidó por completo, ni siquiera la palabra “renuncio” les salió, otros pudieron decir dos “versos”, otros lo dijeron todo, alto y claro, solemnes y emocionados. De ese día me queda un cansancio y un dolor de pies, un sentimiento de inocencia, un olor a incienso, un chocolate espeso y festivo, mi hermano mayor con un traje nuevo con una chaqueta sin solapas y un recordatorio que decía: “El niño Hilario Barrero Díaz hizo su primera comunión el día tantos de tantos de mil novecientos tantos en la iglesia de San Marcos”. Había una imagen de El Buen Pastor con una oveja blanda y estúpida entre sus brazos y la siguiente frase: “El que come mi carne y bebe mi sangre vivirá en mí eternamente”.  Me queda también una fotografía que me hicieron a la salida del templo, con un compañero de colegio que se llamaba Alejandro; él lleva un traje de marinero, yo un traje de dos piezas, de chaqueta corta, corbata blanca, guantes, devocionario, rosario y unas gafas redondas. Me queda el sabor dulce de un trozo de pan.