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Mi madre no es que fuera una cocinera de primera, pero cocinaba muy bien y eso que en mi casa era corriente sentarnos diariamente a la mesa quince personas. Esto, sin contar los cumpleaños, las navidades, los bautizos, las semanas santas en las que a veces éramos hasta veinticinco. Para mí hacer una tortilla es todo un ceremonial y me supone un gran trabajo. Ella hacía dos tortillas, una sin cebolla y otra con ella, mientras que nosotros poníamos la mesa, nos lavábamos las manos y terminábamos de hacer los deberes. Eran famosas las patatas viudas y un estofado (todavía puedo saborear el amargor de las alcachofas que eran lo que más me gustaba) que hacía a veces y que desprendía un olor que alimentaba. La paella de los domingos era todo un ritual. En Toledo abrían las pescaderías por las mañanas del domingo para poder comprar pescado fresco ya que el uso del frigorífico no era normal. Mi madre después de haber ido a misa iba la calle de las pescaderías, cerca de la calle Hombre de Palo y compraba cangrejos, calamares, chirlas, atún, voladores, aceitunas, pimientos morrones… Llegaba a casa y preparaba todo y llamaba por teléfono a mi padre para decirle: “Voy a poner el arroz, en veinte minutos te esperamos”. Mi padre a veces se retrasaba y el arroz, decía mi madre, se pasaba. Nosotros le ayudábamos a poner la mesa en el comedor. Los días de “diario” comíamos en la cocina que tenía una mesa enorme donde cabíamos doce personas. La paella, no importaba que estuviera pasada, nos sabía a gloria. En invierno entraba un sol revoltoso por el balcón iluminando la mesa y haciendo brillar la vasija y en verano la sombra, que se filtraba por la persiana, se sentaba a lo largo de la mesa. También hacía un cocido que “resucitaba a un muerto” como decía Magda, que casi siempre se iba a su casa con algo para comer. El cocido tenia tres platos: de primero, la sopa, a veces rosa de la grasa de los chorizos, de segundo los garbanzos con repollo, de tercero comíamos “la carne” que consistía en un trozo de tocino y de chorizo o morcilla y un trozo de carne de bajo (que yo nunca sabía porqué se llamaba así) y que mi madre compraba en la carnicería del señor Casimiro, que estaba al lado de mi casa. También era famoso el potaje los viernes de cuaresma, los gazpachos en verano, las sopas de fideos para los catarros y para las fiestas la ensaladilla rusa (una montaña de patatas cocidas con guisantes, aceitunas, cebolla muy picada, huevos cocidos, envuelto todo en una capa de mayonesa que mi madre hacía a mano y casi nunca se le cortaba). Cuando se acercaba Navidad, a mediados de diciembre, mi madre y la chacha iban a la panadería del Señor Agapo que estaba en la Plaza de Valdecaleros a hacer bollos y magdalenas para las fiestas. Era todo un ritual que mis hermanos y yo esperábamos con ansiedad. Primero porque queríamos ir a ayudarles y después porque sabíamos que podríamos ir al cuarto oscuro y comer todos los bollos que quisiéramos, sin que nos vieran, claro. Preparaban tres cestos de mimbre grandes, paños bordados, los limones, el aceite, las especias, los huevos, las bolsitas acanaladas de papel para las magdalenas… Los bollos eran de dos clases: los de aceite “para los menos conocidos” y los de manteca “para las amistades de toda la vida”. Cuando Alianza editorial publicó el libro de cocina de Simone Ortega se lo regalamos a mi madre. (Todavía está entre los libros de cocina que mi familia guarda.) Mi madre no era cocinera de libro, ella tenía su propio libro en la cabeza y en el corazón e improvisaba según el momento. No tenía medidas, las medidas eran sus dedos, la intuición. Leyó algunas recetas del libro de la nuera de Ortega y Gasset y no lo volvió a leer más. Le preguntamos qué le pareció y dijo: “Para esta señora todo comienza con “un litro de aceite y sobrará”. Todos mis hermanos y yo tenemos un ejemplar del libro de cocina de Alianza que desde entonces es conocido como “Un litro de aceite y sobrará”.