Thursday, July 24, 2014

La casa con una sombra dentro








27
Mi madre no es que fuera una cocinera de primera, pero cocinaba muy bien y eso que en mi casa era corriente sentarnos diariamente a la mesa quince personas. Esto, sin contar los cumpleaños, las navidades, los bautizos, las semanas santas en las que a veces éramos hasta veinticinco. Para mí hacer una tortilla es todo un ceremonial y me supone un gran trabajo. Ella hacía dos tortillas, una sin cebolla y otra con ella, mientras que nosotros poníamos la mesa, nos lavábamos las manos y terminábamos de hacer los deberes. Eran famosas las patatas viudas y un estofado (todavía puedo saborear el amargor de las alcachofas que eran lo que más me gustaba) que hacía a veces y que desprendía un olor que alimentaba. La paella de los domingos era todo un ritual. En Toledo abrían las pescaderías por las mañanas del domingo para poder comprar pescado fresco ya que el uso del frigorífico no era normal. Mi madre después de haber ido a misa iba la calle de las pescaderías, cerca de la calle Hombre de Palo y compraba cangrejos, calamares, chirlas, atún, voladores, aceitunas, pimientos morrones… Llegaba a casa y preparaba todo y llamaba por teléfono a mi padre para decirle: “Voy a poner el arroz, en veinte minutos te esperamos”. Mi padre a veces se retrasaba y el arroz, decía mi madre, se pasaba. Nosotros le ayudábamos a poner la mesa en el comedor. Los días de “diario” comíamos en la cocina que tenía una mesa enorme donde cabíamos doce personas. La paella, no importaba que estuviera pasada, nos sabía a gloria. En invierno entraba un sol revoltoso por el balcón iluminando la mesa y haciendo brillar la vasija y en verano la sombra, que se filtraba por la persiana, se sentaba a lo largo de la mesa. También hacía un cocido que “resucitaba a un muerto” como decía Magda, que casi siempre se iba a su casa con algo para comer. El cocido tenia tres platos: de primero, la sopa, a veces rosa de la grasa de los chorizos, de segundo los garbanzos con repollo, de tercero comíamos “la carne” que consistía en un trozo de tocino y de chorizo o morcilla y un trozo de carne de bajo (que yo nunca sabía porqué se llamaba así) y que mi madre compraba en la carnicería del señor Casimiro, que estaba al lado de mi casa. También era famoso el potaje los viernes de cuaresma, los gazpachos en verano, las sopas de fideos para los catarros y para las fiestas la ensaladilla rusa (una montaña de patatas cocidas con guisantes, aceitunas, cebolla muy picada, huevos cocidos, envuelto todo en una capa de mayonesa que mi madre hacía a mano y casi nunca se le cortaba). Cuando se acercaba Navidad, a mediados de diciembre, mi madre y la chacha iban a la panadería del Señor Agapo que estaba en la Plaza de Valdecaleros a hacer bollos y magdalenas para las fiestas. Era todo un ritual que mis hermanos y yo esperábamos con ansiedad. Primero porque queríamos ir a ayudarles y después porque sabíamos que podríamos ir al cuarto oscuro y comer todos los bollos que quisiéramos, sin que nos vieran, claro. Preparaban tres cestos de mimbre grandes, paños bordados, los limones, el aceite, las especias, los huevos, las bolsitas acanaladas de papel para las magdalenas… Los bollos eran de dos clases: los de aceite “para los menos conocidos” y los de manteca “para las amistades de toda la vida”. Cuando Alianza editorial publicó el libro de cocina de Simone Ortega se lo regalamos a mi madre. (Todavía está entre los libros de cocina que mi familia guarda.) Mi madre no era cocinera de libro, ella tenía su propio libro en la cabeza y en el corazón e improvisaba según el momento. No tenía medidas, las medidas eran sus dedos, la intuición. Leyó algunas recetas del libro de la nuera de Ortega y Gasset y no lo volvió a leer más. Le preguntamos qué le pareció y dijo: “Para esta señora todo comienza con “un litro de aceite y sobrará”. Todos mis hermanos y yo tenemos un ejemplar del libro de cocina de Alianza que desde entonces es conocido como “Un litro de aceite y sobrará”.


Thursday, July 17, 2014

La casa con una sombra dentro.



26
A mí, al menos, el aire me olía a incienso y la luz me parecía de domingo, no importa que fuese lunes. Un lunes especial: un lunes después del domingo de resurrección y, lo más importante, un lunes en que iban a quemar a Judas. Judas aparecía colgado  a un cable que cruzaba la calle y cuyas puntas estaban amarradas a dos balcones. Judas era un enorme muñeco lleno de paja vestido con una chaqueta vieja de mi padre, de  unos pantalones descoloridos del tendero, de una camisa amarilla del barbero, un sombrero del boticario y de unos zapatos cuarteados del zapatero que guardaba para esta ocasión.  Las mujeres encargadas de vestir a Judas le pintaban unos ojos grandes y expresivos, un bigote generoso y una nariz de cristo románico. Judas, tambaleándose en el aire tibio de una tarde abrileña, era un espantapájaros urbano que había nacido ya sentenciado a muerte sin pájaros que ahuyentar, sin cosecha que guardar. Era un muñeco algo fofo y uniforme que lo único que ahuyentaba era la mirada asustada de un niño  que le miraba con ojos asustados. Al atardecer, cuando los hombres regresaban de trabajar y la noche llegaba puntual a trabajar, la calle empezaba a animarse: los vecinos se asomaban en los balcones o bajaban a la calle. Alguien acercaba una llama a los pies de Judas y entre el griterío de la gente, los ladridos de los perros y el susto de un niño, el muñeco lleno de paja, con corazón de traidor y mirada torva empezaba a arder. Se iluminaba la noche de una luz arrebatada y la gente se separaba del hambrón que poco a poco se iba consumiendo. Al llegarle las llamas al pecho la paja se dispersaba como diminutas estrellas y la gente prorrumpían en gritos. Se llenaba el aire de  un aire espeso y la noche olía a goma quemada, a hoguera de pueblo, a carbones húmedos. Judas que había sido quemado por haber traicionado a Jesús – eso era lo que le decían al niño al preguntar el porqué de la quema-, se llevaba entre sus cenizas y pavesas el olor a primavera y la luz de domingo. Se llevaba también la inocencia. 

 Dedicado a Sagrario Fernandez-Prieto


Thursday, July 10, 2014

La casa con una sombra dentro





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En mi casa, que no eran monárquicos, leían el ABC. Lo traía  al mediodía el señor Juanito del que decía mi madre había sido republicano. En el ABC aprendimos a leer mis hermanos y yo. Mi padre, después de leer la tercera página y las páginas de huecograbado en donde escribía artículos bellísimos y ejemplares González Ruano, se pasaba a las páginas finales a hacer el crucigrama que rellenaba a pluma y que siempre acababa. Luego volvía al comienzo a leer las noticias. Lo solía hacer sentado en un sillón o a veces en la cama, antes de echarse una siesta. Mientras la lectura se fumaba un puro habano que llenaba la casa de un aroma denso y que todos relacionábamos con mi padre. Yo empecé a leer, como mi padre, la tercera pagina, de la que a veces no entendía mucho. Cuando Azorín escribía me gustaba, porque me parecía que lo hacía muy fácil, que escribía para mí. Un día leí en El alcázar, el periódico local, que la Delegación de la Juventud convocaba un concurso de cuentos de Navidad. Yo debería tener trece o catorce años. Sin decir nada a nadie, en la vieja máquina de escribir que uno de mis hermanos conserva ahora como una antigüedad, escribí un cuento que se titulaba “Y en el cielo se oían...” Era ni más ni menos mi versión de un trozo del evangelio que habíamos leído en el colegio sobre el nacimiento del Niño Jesús en un portal. Recuerdo que a mí eso de “plica y seudónimo” que decían las bases me sonaba raro, así que mandé el cuento en un sobre en el que puse a las claras mi dirección y mi nombre. Leí la noticia con los ganadores en un periódico de la biblioteca. Vi que el segundo premio había sido presentado con el lema “Toleitola” y el ganador era un chico de Toledo que yo conocía de vista. Me faltó el tiempo al verle para preguntarle que qué era eso de la plica y que qué era eso de Toleitola y nos hicimos amigos. Luego él se echó una novia un poco mema con la que se casó, se hizo médico, se divorció, se volvió a casar y dejó de escribir. Cuando le enseñe a mi padre el premio en metálico y el diploma me dijo que podía quedarme con el dinero que él se quedaba con el diploma. Ese mismo día hice dos cosas: Primero, encargué a una casa de Barcelona dos sellos: uno que decía “Biblioteca de” y el otro “Hilario Barrero” para poder usarlos independientemente. Segundo, me fui a una de las pocas librerías que había en aquel entonces en Toledo y me compré mi primer libro: Don Juan, de Azorín. No recuerdo cómo pude encontrar la dirección del escritor ni lo que le escribí. Recuerdo que unos días después de un 4 de abril el cartero me trajo un sobre blanco, que yo había incluido con el libro, que abrí precipitadamente. Allí estaba mí primer libro dedicado por mi primer escritor. Una caligrafía frágil, de hormiguitas tímidas y un poco cansadas que intentaban subir entre ese vanidoso, infantil y ahora ridículo monte de “Biblioteca de H..B.” Lo más importante para mí, aparte de la carga emocional y de recuerdos que pueda traerme este libro cada vez que lo abro y lo acaricio, es pensar que Azorín, un escritor de una generación tan lejana como la del 98 que salía en los exámenes finales, tuvo este libro en sus manos, que por un momento esas hormiguitas fueron parte de su vida, de su respirar, de sus latidos, de su mirada. Eso es lo que hace único este ejemplar en el que el tiempo se ha puesto color sepia, después haber estado muy cerca de mí por cuarenta y cuatro años.

Thursday, July 3, 2014

La casa con una sombra dentro


     



      Se pueden ver en Internet los documentales del NO-DO. Desde el momento que he escuchado la sintonía y han aparecido las primeras imágenes me he visto rodeado de olores sucios y oscuridades frías, de temblores y recuerdos lejanísimos y sombríos.
      Y los tres cines de Toledo: el Moderno, el Imperio y el Alcázar, que han desaparecido, han vuelto a abrir sus puertas y he recordado las carteleras y las clasificaciones de la censura, desde el “1 Para todos los públicos” hasta el “4. Gravemente peligrosa”. Y en el pantalla de mi vida han aparecido rostros viejos que ya no están y rostros jóvenes que deben tener mi misma edad de entonces. Blanco y negro de nuestras miserias, de nuestras libertades cortadas, en nuestra  generación que fue una de las más castigada con la guerra todavía cercana, el olor a pólvora y a odio, coronas de laureles, caraalsoles diarios y camisas azules. Blanco y negro con la presencia de la muerte de familiares fusilados, del terror, de los maquis que bajaban, del miedo, de los jueves sin postre, de las cartillas de racionamiento, de la misa de doce los domingos y, la misa del colegio de monjas y la novena de la santa fundadora. Blanco y negro de los grises como piedras inamovibles, correaje nazi y bigote hitleriano, y por otra parte el desafío de tener escondido, en lo más hondo de la casa, el Libro rojo de Mao, regalo de un amigo, o los poemas de Miguel Hernández o tímidamente ensayar las primeras pintadas, el ciclostil aquel en el patio de una casa de vecinos escondida detrás del Alcázar, donde “imprimíamos” octavillas y noticias subversivas que escuchábamos en Radio España Independiente. Una generación a la que amordazaron su ira y enderezaron su gesto para no mirar hacia adelante.
      Entre tanto Franco recibía al Sha de Persia y a Soraya como si en España no pasara nada, se celebraba en Madrid, con asistencia de señoras de la alta sociedad y del espectáculo, la Fiesta de Banderita, en Toledo el cardenal Pla i Deniel presidia junto al ministro de Justicia, Iturmendi, la procesión del Corpus, y el Barcelona se proclamaba campeón de la Liga y toros, y fútbol y ciclismo y boxeo, y pan y circo, poco pan y mucho circo. Juventud oprimida, que nosotros supimos liberar con nuestras ansias de vida y de libertad. Fuimos una generación que pudimos jugar entre las ruinas de un Alcázar que hablaba de una gesta inmortal y montar en los coches eléctricos de la Vega chocando con alguna amiga a la que queríamos impresionar, emborracharnos oyendo las canciones de Joan Baez (We shall over came), leer a Neruda y a Machado y embotarnos de Centramina para poder estudiar varias noches seguidas en vísperas de exámenes.
      Los que pudimos salir de España volvíamos sorprendidos de haber visto la bandera comunista ondeando en la sede del partido en Roma o asistir a un huelga y poder leer poetas prohibidos en España. Entre un chato de vino y otro por las tabernas de Toledo y hablando en Zocodover de los brincos de Cordobés o de una alemana que se bañaba en el Tajo en algo que se llamaban un bikini, mientras Fraga se bañaba de cara al turismo y se hacía dueño de la calle, nosotros, entre NO-DO y NO-DO que nadie se creía, entre la tristeza de una ciudad gris llena de cadetes los fines de semana, nosotros, los “intelectuales”, los que compramos los dos únicos ejemplares que llegaron de Sobre la esencia, de Zubiri, que hablábamos de los solistas de Estrasburgo y habíamos leído a Nietzsche, nos sentíamos dueños del mundo y poseedores de la verdad y la razón.
       Casi todos los amigos nos supimos quitar el plomo de nuestras alas y volamos a estudiar a Madrid, tan cerca y tan lejos. Algunos volvieron y otros, los pocos, se quedaron perdidos para siempre por miedo a la mirada inquisicional de la ciudad. Algunos se quedaron pasando y paseando toda su vida por las mismas calles, viendo los mismos rostros, creando una familia, haciendo hijos y chocheando con los nietos, muriendo entre la húmeda soledad de una ciudad como Toledo y siendo felices.
     Entre esos niños que en los documentales del NO-DO miran sorprendidos el paso de la Custodia o aplauden a la llegada de Eva Perón, con pantalón corto, pelo cortado casi al cero, delgados, niños de los Maristas o de las Carmelitas, de diez u once años, me he reconocido sin reconocerme. Y he reconocido a todos los de mi edad que ahora esperan el paso de otra Eva y de otra Custodia, que ya no forman parte de la ciudad, que viven lejos aunque vivan cerca. A todos nosotros nos queda atrás, casi olvidados la aspereza de los Celtas y de Bisontes que nos mordían los pulmones, la arpillera del vino peleón, los primeros cuba libres, los primeros amores que a algunos nos distanciaron, los guateques en los que descubríamos el primer beso y el primer amor, las primeras peleas amorosas, el sexo a flor de piel y a escondidas, los primeros Beatles… Luego, ya establecidos, lo más burgueses de todos, la mayoría casados, celebrando cada año reuniones con sus mujeres en mesa de  cristalería fina y manteles de Lagartera, vino de cosecha única y camisas hechas a la medida. Casi ninguno se acuerda de la navaja que a uno de ellos le apuñalaba a diario su corazón. Zocodover era una fiesta en la que algunos nos quemábamos.
   Ahora todos tenemos miedo de ver pasar a una Eva que no sonríe y a una custodia de madera que encerrará nuestra historia, una historia única de nosotros que fuimos los niños de la postguerra en Toledo.