Nota.- El otro día fuimos, como algunos saben, a Coney Island (hoy hemos vuelto de nuevo) y publiqué en Facebook cuatro fotos. Una era un "autorretrato" en la que aparecía con pinta de matón, gafas oscuras y barba de siete días. Como a nadie le amarga un dulce (al menos que seas diabético) uno se quedó sorprendido de que casi a 200 personas le gustara la imagen. Para demostrar mi gratitud (no quieres caldo, dos tazas), les copio la entrada del Diario, que si Dios quiere, saldrá dentro de dos años.
120916.- Volver contigo una vez más, un lunes de septiembre a Coney Island es como volver a una isla que en realidad no lo es. Es un trozo de tierra festiva, ruidosa y algo triste donde hay gaviotas que salpican con sus sombras grisáceas y salinas el agua seca de la arena de la playa, donde hay hispanos que pescan peces pequeños y los devuelven al mar, sirenas imposibles que no conocieron a Ulises, un parque que se llama Luna con cerca de 50 atracciones en el que hay un tiovivo envuelto en una cripta de cristal para que la sal del mar no ciegue la mirada y el movimiento rutinario de las bridas y el correaje de cartón de los caballitos, nadadores escapados de un Olimpo suburbano que casi desnudos entran en el agua del deseo, la noria punto redondo que cierra el párrafo del sol, un girasol de gritos, una rueda gigante donde el aire se enrosca y se martiriza, el ojo de Polifemo clavada en su retina la estaca ardiente de la alegría infantil. Es un coto lunar con cráteres de algodón y montañas de hierro retorcido, con olor a algas, lejía, perfume ruso mezclado con el humo limítrofe de los “hot dogs” del restaurante famoso. Es un pequeño cementerio con viejos, como lagartos de mármol, petrificados por un sol suave de principios de otoño.
El mar cubierto de cristales rotos de las botellas vacías del verano como una pista de baile provinciana para la luz del mediodía, peces como navajas de seda, cilicios de metal molido, albarda pajiza llena de cántaros de sombra fresca.
Volver contigo cuando la brisa es como un leve coro de maitines y un tartamudeo del viento es recordar amigos que otro mar de muerte se llevó. Dar espacio en mi corazón a Lou Reed, al que vimos débil y en sombra, ya cercana la muerte rondándole, como “Marshal” de un desfile anárquico y desordenado de Sirenas por este mismo espacio, recordando A Coney Island of the Mind (“A wind had blown away the sun”), el libro que Lawrence Ferlinghetti publicó en 1958 o a Tom Waits su voz pastosa y como de goma cantando Coney Island Baby:
She's my Coney Island Baby
She's my Coney Island Girl
She's a princess, in a red dress
She's the moon in the mist to me
She's my Coney Island Baby
She's my Coney Island Girl
She's my Coney Island Girl
She's a princess, in a red dress
She's the moon in the mist to me
She's my Coney Island Baby
She's my Coney Island Girl
Sentir la ausencia de amigos que hacían de este lugar su casa de verano, hundiéndose en la maleza de las algas buscando marineros peligrosos. Amigos que encontraron, entre la oscuridad, caricias furtivas, arañazos envenenados, cicatrices tóxicas que quemaron su piel. Al verano siguiente, nadie añoró sus cuerpos y su belleza, ni siquiera el mar. Otros cuerpos jóvenes llenaron su vacío.
Sentimos un escalofrío al caminar entre los pescadores que preparan el cebo cortando al milímetro las lombrices vivas que se retuercen en una ese al notar la navaja fría de la muerte. Como quien corta la vida en mil pedazos.