Un jurado compuesto, entre otros, por Francisco Brines y José Olivio Jiménez otorgó el Premio de Poesia Gastón Baquero 1998 a la obra In tempori belli, presentada bajo el seudónimo de “Arcipreste de Bruklin”. Al otorgar el premio el Jurado apreció de la obra galardonada: “el uso de los símbolos contemporáneos, el acercamiento a través de la metáfora a las grandes tragedias del siglo y la fuerza lirica de su lenguaje”. Veinte años después iremos publicando a lo largo de 2018 el libro completo y a esperar que “lo nuevo, lo beligerante, lo subversivo de su danza de la muerte está en la imagen brutal-materia-física de cuerpos que se degradan” siga teniendo vigencia. O no.
In tempore belli está dividido en tres apartados: Código, Recinto y Boca de lobo y un poema, “Ofrenda”, que abre el libro que está dedicado a “E. P. siempre”. Siempre.
Ofrenda
Antes del sacrificio
alguna vez tomé tu nombre viejo
por sus huesos dejándolo grabado
entre las piedras, hundiéndose el sonido
de su cúpula entre el ancla humedecida
de su peso, su olfato desvaído,
herida su armadura en una antigua
guerra. Y lo llegué a olvidar.
Fuimos a la montaña en la noche
nupcial y en la sangrienta ceremonia
de mi ofrenda te di un nombre nuevo
para reconocerte entre tantas
columnas y laberintos convocados:
una coraza que calcifica tu ademán
protegiéndonos de la invasión desvastadora
que nos cerca acorralando nuestros gestos.
Un código que te salva y me condena.
Revestido con la solemne túnica de espejos
torturados, me clavó el hechicero
la flecha envenenada en mi pecho desnudo
y el corazón brotó iluminado,
llenándose de sangre el ánfora sagrada.
Fui arrojado desde la cima de tu cuerpo
hasta los pies del templo, donde llegué
ya condenado. Allí me recibió
la clave de tu nombre consagrado
que torturó mi voluntad, lavó mis manos,
embalsamó las venas de mi infancia
para ser ofrecido, con el alba,
al pueblo que hambriento y jubiloso
esperaba cantando en la gran plaza.
Antes del sacrificio
alguna vez tomé tu nombre viejo
por sus huesos dejándolo grabado
entre las piedras, hundiéndose el sonido
de su cúpula entre el ancla humedecida
de su peso, su olfato desvaído,
herida su armadura en una antigua
guerra. Y lo llegué a olvidar.
Fuimos a la montaña en la noche
nupcial y en la sangrienta ceremonia
de mi ofrenda te di un nombre nuevo
para reconocerte entre tantas
columnas y laberintos convocados:
una coraza que calcifica tu ademán
protegiéndonos de la invasión desvastadora
que nos cerca acorralando nuestros gestos.
Un código que te salva y me condena.
Revestido con la solemne túnica de espejos
torturados, me clavó el hechicero
la flecha envenenada en mi pecho desnudo
y el corazón brotó iluminado,
llenándose de sangre el ánfora sagrada.
Fui arrojado desde la cima de tu cuerpo
hasta los pies del templo, donde llegué
ya condenado. Allí me recibió
la clave de tu nombre consagrado
que torturó mi voluntad, lavó mis manos,
embalsamó las venas de mi infancia
para ser ofrecido, con el alba,
al pueblo que hambriento y jubiloso
esperaba cantando en la gran plaza.
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