Jueves, 14.- La señora Gregoria tenía una verdulería y una carbonería en el callejón de Bodegones al que nosotros nos asomábamos por la ventana de la cocina. Era un callejón medieval, estrecho, los tejados casi tocando uno con el otro, oscuro, angosto, con una fragua al final. La carbonería la llevaba Seve, un hijo de la señora Gregoria. La casa de la señora Gregoria estaba al final del callejón y tenía una fachada un poco teatral, con un balcón abarrotado de flores que hacia la delicia de pintores y fotógrafos, una puerta con cristales y un tejado saliente con tejas que amenazan con volar. Cuando llegaba el Corpus y convocaban el tradicional concurso de balcones la señora Gregoria sacaba el mantón de Manila y lo colgaba junto a geranios luminosos, margaritas temblorosas, clavellinas que tiritaban y hortensias ostentosas y mandonas. Siempre se ganaba el Primer premio. La señora Gregoria de haber tenido estudios hubiera sido un médico prestigioso o un científico famoso o un buen político. Pero la señora Gregoria se pasaba parte de la vida en la verdulería, con delantal recién planchado, peinada con raya en media y mono caído, y vigilando a su hijo en la carbonería. Cuando nosotros éramos niños traían el carbón en serones que venían en dos carretas arrastradas por bueyes de ojos grandes, llenos de moscas, pacientes y bondadosos que a veces embestían, de pronto, al aire haciendo un ruido metálico. Nosotros los mirábamos desde el balcón y veíamos a los hombres como se ponían encima de la cabeza un saco doblado como si fuera una capucha y transportaban los serones desde la calle de Santo Tome a la carbonería ya que las carretas no podían pasar al estrecho callejón. Cuando Fraga era ministro remozaron las fachadas sacándola los colores y las tablas que las cruzaban, pintado balcones, puertas y ventanas, y acondicionado las aceras como si fuera a pasar Celestina. Un día el ministro visitó el callejón. Fue una visita relámpago. Le vimos cómo se bajaba del coche, miraba a las fachadas, a las ventanas, a los tejados y dándose media vuelta desapareció. El callejón de Bodegones sirvió de modelo para muchos pintores, especialmente para Don Enrique Vera, profesor de dibujo del Instituto y director de la Escuela de Artes y Oficios que un día se suicidó colgándose de un cinto en su casa. La señora Gregoria arreglaba huesos dislocados, daba consejos a jóvenes enfermizas y tenía una mirada profunda, de bruja y de reina. Era de las vecinas que no iba a misa lo que a nosotros nos daba una idea de endemoniada, misteriosa y con poderes. Cuando la señora Gregoria se quitaba el mandil, se arreglaba y se ponía, sobre todo, unos pendientes de esmeraldas que a mi madre les parecía la séptima maravilla del mundo, se convertía en la reina del barrio a la que don Gregorio Marañón saludaba con afecto a la salida de la misa de doce de la iglesia de Santo Tome a la que asistía los domingos junto con Victorio Macho y otros ilustres republicanos. En verano las vecinas se sentaban por la noche a tomar el fresco y yo a veces me asomaba sin que me vieran y las oía hablar de maridos, amores y sexo. Se fueron muriendo poco a poco, la fragua cerró su lumbre, su chisporroteo y el monótono martilleo, con la llegada del petróleo cerró la carbonería y dejaron de venir los oscuros carboneros llenos de polvo y de cuerpos fuertes, traspasaron la verdulería que se convirtió en frutería, los geranios se secaron, el balcón se desnudó y apareció más pequeño de lo que parecía, apenas si una ventana. La ventana de la cocina de mi casa en donde hubo tanto movimiento, tanta vida, tanto fuego, tanta alegría, tantos olores y en donde puedo ver ahora a mi madre se cerró y se llenó de silencio frio y de humedad contagiosa. La señora Gregorio se murió y con ella se apagaron el brillo, los verdes chispazos de las esmeraldas y el de su mirada. Ella se llevó, entre el mandil recién planchado de mi infancia, mi inocencia. Ya no pude asomarme a la ventana de la cocina, me tuve que ir lejos para que la mirada adquisicional de la señora Gregoria no me abrasara al mirarme y descubriera mi secreto.
Diarios (2012-2013). La isla de Siltolá, 2015.
Fotografía: Carmen Molero Peñaranda-Salinero
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