Thursday, February 27, 2014

La casa con una sombra dentro


 

 

7

Había salido el sol. La noche anterior se había acostado tarde. Al día siguiente se levantó a las diez. Fue al Club Natación Barceloneta del que era socio. Se bañó, anduvo por las duchas, entró varias veces a los vestuarios abriendo y cerrando la taquilla. Buscaba algo pero no sabía lo que era. Volvió a su casa donde no le esperaba nadie, comió y se fue al trabajo. Enseñaba por las tardes en una academia a los que habían suspendido el curso. La última clase era la de latín en la que traducían la Guerra de las Galias. Gallia est omnis divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur. Hi omnes lingua, institutis, legibus inter se differunt. A las diez menos cinco se acabó la clase. Al salir a la calle Diputación la noche, que era un jardín de luminarias y miradas, olía a fuego y notó cómo quemaba. Sintió cómo su soledad le crecía más profundamente que lo normal. Caminó lentamente hasta el Paseo de Gracia. Dudó si ir a casa, a un bar de los que estaban al lado del mar o a comprar el número de julio (que podrían secuestrar) de Cuadernos para el diálogo. Cruzó la plaza de Cataluña y en el primer quiosco de las Ramblas, cerca de la fuente de Canaletas, de la que había bebido hacía ya mucho tiempo, compró la revista y se sentó, en una de las sillas metálicas a ver pasar la vida. Hojeó la revista, fumó un cigarrillo y se acordó de su ciudad donde su familia esperaba que volviera. De improviso, ya a punto de irse, la noche cambió de color. Desde entonces los ablativos absolutos de Julio César, los editoriales de Ruiz Jiménez y las oscuridades de los clubes cercanos al mar dejaron de interesarle. Se dedicó a traducir el color de esa noche, a secuestrar sus olores y a encender su oscuridad. Aprendió una nueva palabra que ignoraba y una oscuridad clarísima que le quemó durante toda su vida. En las Ramblas uno se puede sentir la persona más sola o más acompañada de este mundo y por un momento le vino como un tornado repentino el recuerdo de su ciudad y sintió frío aunque era la noche del siete de julio.

 

 

Thursday, February 20, 2014

La casa con una sombra dentro




6

La biblioteca donde yo iba a estudiar estaba en el Museo de Santa Cruz y en ella leí, a mis diecisiete años, la obra completa de Nietszche. Éramos, a lo más, cinco o seis visitantes. En invierno una achacosa, vieja y destartalada estufa, que a mí me recordaba el primer acto de Bohème,(hasta veía al encargado, un viejo sordo con muy malas pulgas, quemando libros para calentarse como Rodolfo) tenía un tubo largo sucio y un codo herrumbroso que se tambaleaba a lo largo de la sala de lectura y asomaba su cabeza de humo por uno de los ventanales. Eran cuatro salas que correspondían a los claustros altos del patio, que habían cerrado con grandes ventanas. Vuelvo andando a casa. Bajo de nuevo por las escaleras mecánicas que unen el Toledo viejo con el nuevo. Son una brecha de plata en el marrón seco de la colina, un relámpago lento de metal. Paso por calles que me sé de memoria y que recorrí muchas veces cuando yo era niño y joven y que ahora en cierto modo ya no me pertenecen y me son extrañas. Calles estrechas y solitarias que en la oscuridad y el silencio de la noche fueron habitación para mi soledad.

 

Friday, February 14, 2014

La casa con una sombra dentro




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4

 Se me había olvidado el nombre del establecimiento y el rótulo que campeaba encima de la puerta de entrada, se me había olvidado el chorro del agua de la manga riega, las vespas aparcadas en las aceras, las grietas en las casas, una sensación de estar a punto de salir de un estado de pobreza, de un cuarto oscuro, las parejas cogidas del brazo, el mundo de los niños trabajadores, la sombra partiendo la calle, los faroles tocados de luz limpia, la pequeña cuesta, las mujeres yendo con el bolso a la compra, la voz de la ciudad en la mañana, la vida que nacía, y la canción que le cantábamos al regador, provocándole: “La manga riega / que aquí no llega / y si llegara / no nos mojara”.  Se me había olvidado el olor de la mañana a café con leche, el nombre de la calle, el ruido de las campanas, la oscuridad de las sotanas y los manteos, el ladrido de los perros, las voces de las mujeres de los pueblos cercanos vendiendo espárragos y cardillos, ya primavera temprana, el color de la vida, sobre todo en blanco y negro, la dificultad de abrir una ventana. Ahora me llega todo esto y mucho más al ver una fotografía de Inge Morath que hizo en Toledo (¿en los cincuenta?), de una calle cerca de la catedral y de la casa de Socorro, en la Bajada del barco, donde había una pescadería que tenía por nombre “Los cuatro tiempos”. Una foto que tiene una historia, un argumento y un desenlace, que es como un cuento realista, social, costumbrista. Una foto con luz, agua, sombra, vida, sonido, un inquietante silencio y ocho personajes en movimiento en busca de los cuatro tiempos. Nada queda de entonces. Vinieron otros aires, otras retinas, vino la modernidad que no tenía letrero y se lo llevaron todo. Los cuatro tiempos incluidos. Ahora, cuando estos tiempos no existen, me dio cuenta, y ya es tarde, de todos los posibles significados del nombre que habían puesto a la pescadería. Yo entonces sólo sabía de las cuatro estaciones y de éstas sólo la de la infancia o primavera. Estoy empezando a aprender, cuesta abajo, cual es el quinto tiempo.   

Wednesday, February 5, 2014

La casa con una sombra dentro


3


El primero de año lo asocio con dos momentos: Uno cuando era niño, un día luminoso, en los postres de una comida interminable, ver a una monjita sonriente, del convento cercano, con un niño Jesús desnudo reposando en un cojín rojo. La veo entrando en el comedor lleno de ruido, humo, alegría, toda mi familia reunida ofreciéndonos la imagen. Después de cada beso la monjita pasaba, delicadamente, un pañuelo inmaculado, con puntillas, primorosamente doblado y con olor a “colonia de monja”, por el piececito del recién nacido. Veo a mi padre invitándola a tomar algo y ella disculpándose como sólo una monja de las de antes sabía hacerlo y con qué elegancia y humildad se guardaba, entre los pliegues del hábito, el billete que mi padre le daba. El otro momento son muchos momentos: el Concierto de Año Nuevo desde Viena. Ya en Toledo me levantaba el primero, el comedor desordenado con bandejas, dulces, mazapán, botellas de licores y copas en la mesa de la fiesta de la noche anterior, a ver el concierto. La monjita ya no está, el pañuelo habrá perdido el perfume, el Niño seguirá desnudo sin tiritar y el concierto me suena repetido y, en ocasiones, desafinado, cuando el destemplado soy yo.