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Es una mañana luminosa de octubre fría y metálica. Estoy estudiando preuniversitario y voy a dar clases particulares de griego, temprano por la mañana, con el Padre Rodríguez, un jesuita al que le olía el aliento a vino, sangre de Cristo de la misa recién celebrada. Al salir de la clase me acerco a la Librería Gómez Menor, en la calle Ancha, cerca de Zocodover, y veo que en el escaparate tienen la revista Poesía española. Es el número 142. Miro el dibujo: cinco árboles desnudos, bajo la vista y comienzo a leer, apretando mi nariz contra el cristal, los nombres de los escritores que colaboran... Carlos Murciano, Jaime Ferrán, Félix Grande, Leopoldo de Luis, Francisco del Pino, Francisco Umbral... Leo mi nombre y dos apellidos que no reconozco. Vuelvo a leer la lista. Con el corazón a punto de salirse del pecho entro y compro los dos únicos ejemplares que recibían. Espero a llegar a casa. Me voy a mi habitación y voy abriendo las páginas poco a poco. Al llegar a la veinticinco ahí está el poema que se titulaba “Biografía triste”: “Dentro de un vaso de agua / siempre hay un corazón rojo, / en las antenas de televisión / se ven los fantasmas del olvido”.
Unos días después me presenté, con la revista debajo del brazo, en el café Español, donde el poeta Juan Antonio Villacañas tenía una tertulia. Villacañas era “el poeta” por excelencia, ganador de concursos de poesía, poeta destacado en antologías, poeta social y religioso, lírico y festivo, un poeta de verdad, hondo, un poeta de los de antes, un clásico, un poeta que lo mismo escribía un soneto a un profesor chiflado (el querido don Guillermo Téllez) como a unas monjitas que celebraban sus bodas de oro con Dios. Y entre tanto iba escribiendo una obra seria y firme. Villacañas llevaba gafas oscuras, fumaba, tenía un bigote generoso, voz de poeta, una mujer y dos hijas. Resultó que conocía a mi familia, lo que ayudó a facilitarme la entrevista. Me diría más tarde que se quedó algo sorprendido de que un crío como yo publicara en una revista como Poesía española. En broma me dijo que ya no sería el único poeta de Toledo.
Pasan los años y olvido la revista que a mí me pareció un triunfo. Una mañana luminosa y mineral de mayo, mirando en los estantes de la Feria del Libro de ocasión en Madrid, me encuentro con la revista de nuevo. El ejemplar está ajado, las esquinas dobladas, un temblor amarillo entre sus páginas, un olor a oscura humedad. Los árboles me parecen más desnudos y ya no tengo prisa por llegar a la clase de griego, ni a mi casa ni al café porque nadie me espera.
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