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Mi abuela se negó, después de terminada la Guerra civil del 36, a poner laurel en las judías o en las patatas viudas, porque según ella el laurel se “cosechaba” en los cementerios, producto de las coronas ofrecidas a los caídos por Dios y por España. A mi madre, entonces apenas veinte años, la nombraron directora de Auxilio Social. Era la recompensa que el gobierno franquista le daba por haber perdido a su padre y a su hermano a manos de los republicanos que los mataron, a pocos metros de su casa, mientras mi abuela y mi madre oían los tiros que les daban en una madrugada de agosto. Mi tío había sido un pez gordo con los falangistas, había conocido a José Antonio, intervenido en un mitin celebrado en el Teatro de Rojas en presencia del fundador de la Falange y servido como abogado de oficio a muchos pobres infractores de la ley. Mi abuela se murió de pena, decía mi madre. Y ella se quedó sola con el cargo, la casa, la ausencia, el dolor, el luto, las ruinas, las caras de los niños hambrientos, de las mujeres sin marido que le suplicaban una ración más... Se quedó, y le han durado toda su vida, con rostros agradecidos que cuando la veían la saludaban llamándola “Señorita Carmen”, cuando ya mi madre tenía ocho hijos y era toda una señora.
Esa señorita que tenía que dar cuentas de lo que hacía a un malvado jesuita, que era el que supervisaba que todo se hiciera de acuerdo con la ley, quedó inmortalizada para su familia en un documental que el Nodo grabó de una visita que en el año 1940 Ramón Serrano Súñer hizo al alcázar de Toledo junto a Pilar Primo de Rivera. Fueron acompañados, decía el locutor con voz ampulosa y triunfante, por el “glorioso” general Moscardó. Esa señorita, vestida de luto, llevando el mismo paso que el general y el ministro, aparece varias veces en el documental con las autoridades. Lleva un libro en la mano y va en medio de dos amigas que la cogen del brazo. Se la ve entrar en el alcázar, se la ve escuchar las explicaciones del glorioso Moscardó, se la ve atenta a lo que ocurre y, ya al final, antes de desvanecerse para siempre del documento gráfico, cuando el cuñadísimo va a depositar una enorme corona de laurel sobre un montón de ruinas, se la ve levantar el brazo en alto y abrir la boca como si fuera a cantar el “Cara al sol”. ¿Pensaría mi madre en su madre y en las patatas viudas ante esa enorme corona de laurel?
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