180918.- Lo que faltaba: que nos llegue Florence, que viene del sur con un equipaje de ruidos tormentosos, de agua, de gris nostalgia, algo cansada de derribar árboles, anegar tierras, cubrir casas, borrar prados y sembrar destrucción y pánico. Y aquí está: llegó de noche, enemiga del sol, caballo de troya lleno de truenos, relámpagos y flechas lluviosas, desplumando paraguas, acentuando el tono amarillento en las ramas de los árboles, empujando a los niños que salen de la escuela correr y ser felices, a encender los ojos de los automóviles. Y, sobre todo, a cubrir con el telón gris de la censura otoñal el perfil de Manhattan.
Con su llegada los cristales de la espalda se afilan aún más, aguzan su lengua cortante y uno siente cómo las cuchillas del dolor sierran la en otro tiempo luminosa pradera. Y al andar, uno se siente como el Hombre de Palo, el ingenio que creara en Toledo Juanelo Turriano, caminando por las calles de su barrio de adopción: un robot de madera madura y a punto de madurar, perfecta para la hoguera.
Y por si fuera poco aparece una vieja fotografía, fechada en noviembre de1986, en Central Park, que narra el momento final de un maratón. El protagonista de la fotografía sabe que ha conseguido algo difícil, que no imposible y se le nota en su rostro un reflejo de serena felicidad. Gozo que a uno, en este momento que está corriendo un maratón de flechazos y marea alta de cristales y limaduras, le llena de melancolía.
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