Ahora, que estoy jubilado, ir a Manhattan es hacer un viaje a una ciudad que cambia cada día
Recordada en lo elemental, en lo que nunca muere; desconocida en lo que surge vertiginosamente: nuevos edificios, tiendas que desaparecen, calles que cambian de dirección y restaurantes que han cambiado de tema. Si es una aventura ir a Manhattan, el caminar desde la calle 42 a la 14 por la quinta avenida es casi un riesgo sentimental y físico.
Tomamos el B que viene de Little Odessa y en el que uno se encuentra con rusas que hablan alto, maquilladas como si fueran invitadas a ver a Catalina, la grande y a viejecitos de mirada cansada y de piel nevada, pálidos. Como este de la imagen: con su gorra de cuero, el pelo blanco, pensativo que, de vez en cuando, ojeaba un periódico en ruso.
Vamos a la biblioteca de los leones, 42 y Quinta, a ver una exposición sobre "Stonewall 50" y el despegue de la sociedad gay; nada para escribir a casa: unas cuantas fotos y unos anuncios luminosos. Y el recuerdo, para una pareja que recorre la muestra con un toque de agobio melancólico, que les recuerda una fecha: 1971. Aprovecho que estoy en el enorme edifico, lleno de turistas, curiosos y estudiosos, y me paso a la sala de lectura a consultar un dato. Qué maravillosa visión: la sala repleta de lectores.
Bajamos por la Quinta entre obras, aceras cortadas, la tienda de “Lord and Taylor” cerrada, edificios siendo demolidos o esperando ser construidos, las tiendas de chinos con camisetas y suvenires baratos y empleados de los autobuses de turismo que te avasallan en cada esquina. (! Qué felices en Prospect Park!).
Eso sí: queda el “Flatiron” que compite con nuevos edificios sin personalidad. Entramos en “Eataly” a comprar anchoas que saben a España, prosciutto y mortadela que saben a infancia. Y tú te compras, en una tienda que huele a recauchutados y goma quemada, unas Adidas para “domarlas” para el viaje a España. Qué largo me lo fiais. Terminamos en “Bed, bath and beyond” que es como la ferretería de mi infancia pero en plan Basílica de San Pedro del clavo y el tornillo.
Estaba el día áspero, corría una brisa revestida de ceniza ausente y un aire que lijaba la mirada. En algunas macetas municipales empezaban a salir los primores de la primavera, que aquí llega mañana. Sin que se note.
Uno vuelve a casa cargado de paquetes, frío en el alma y llena la mirada de ausencias.
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