310718.- Viniendo de la playa de los perros, tan concurrida en verano como si fuera una playa para humanos, nos adentramos en el camino de las luciérnagas, también conocido como el camino de la sombra. Es un lugar húmedo, cuesta arriba, amurallado de árboles, en curva y con abundante vegetación. En un tiempo vivió una ardilla blanca, albina como un alba vivaz, copo de nieve, a la que veíamos a diario, alimentábamos y fotografiamos. Al subir su foto a las redes sociales algunos vecinos se interesaron por ella y por las fotos y por quince minutos fue famosa. Hasta que al alba de cal y nieve le llegó la noche.
Se viene con los ojos llenos de ladridos del agua de la playa perruna, envuelta la mirada en una luz sin aristas, plana, con olor a cieno y a algas. Entras en el laberinto de las luciérnagas y te reciben, a la puerta de la sombra, como si fueran relámpagos abreviados, chisporroteos apagados por un temblor de lluvia, fulgores viajeros, diminutas avispas con el aguijón encendido. Son las vagalumes, esas luces que vagan, luces sin techo ni tierra donde morir. Escriben consonantes mudas en tinta roja que piden auxilio, iniciales bordadas en el paño azul de la tarde. Avanzas entre ellas, silenciosos y diminutivos fuegos artificiales, como si pasaras bajo palio, luces que te enseñan el camino de la noche.
Al llegar a la salida y toparte con la pradera luminosa sientes en tu mirada la rúbrica nerviosa de una de las luciérnagas y dudas si es la misma que viste la tarde anterior o es otra. El mismo río, el mismo fuego, el mismo estremecimiento. Las luciérnagas son lectura para el verano y a uno le traen la infancia en su morse de fuego, el último fulgor de la última tarde de julio.