Saturday, August 31, 2019

Pasando a limpio...

Estamos pasando a limpio (¿o es a sucio?) el diario de 2016. Y leo esto que me lleva a una tierra donde hay peces misteriosos y amores posibles. 




210416.- Volver a Coney Island es volver al pasado. 
      Esta mañana, armados con las cañas de pescar imágenes y los anzuelos del recuerdo, aprovechando el segundo día de primavera, después de un largo y oscuro invierno que ha hecho que todavía los almendros del Botánico del barrio no hayan despertado, hemos visitado un territorio donde habita, en cierto modo, el olvido. 
      Antes de llegar al mar hemos paseado por una parte del barrio ruso que es una manera de pasearse por barrios de la Europa del este: tiendas de regalos donde la curva es de puro retorcida casi recta, donde el recargamiento, los dorados, el falso rococó, el cristal agobiado, los relojes afónicos, las flores imposibles, las mariposas de tan retorcidas casi surrealista llenan escaparates repletos, no un solo hueco para que el polvo respire. Tiendas con huevos de Farbege hechos en China, iconos en marcos de plástico, matrioskas grotescas con rostro de presidentes rusos… Lo único hermoso, en una de las tiendas, son los libros en ruso, las óperas, la música. A duras pruebas, tú logras traducir algunos de los autores y de la materia en la que están agrupados: Poesía, política, historia, Cervantes, Puskin, Atmatova… Tiendas de agache donde el poliéster es el zar de la casa, tiendas para mandar dinero a países que uno confunde entre históricos, de asesinatos y revoluciones y atropellos: Latvia, Letonia, Servia, Hungria… Barrio en donde el inglés es un idioma en extinción, hombres de rostros arrugados, mujeres maquilladas como matrioskas, panaderías con olor a canela y a estepa rusa, a nieve confitada. 
Ya cerca del mar florece el olor a algas, a gaviota en celo, a brea y a madera podrida. Ancianos sentados tomando el sol, algunos paseantes, varios colegios con niños de primaria que posiblemente traen por primera vez a que conozcan el mar, una pareja de jóvenes, ajenos a la vida, al grito de las gaviotas, al crujir de la arena, se besan con coraje, como si el mar fuera a llevárselos, un grupo de mujeres musulmanes con velos miran el mar mientras que el aire mueve sus túnicas. 
      Me adentro en el espigón que está lleno de pescadores y mientras los contemplo uno de ellos grita: “Es grande, es grande, este es grande”. Y todos lo demás compañeros abandonan sus puestos y se acercan a ver lo pescado. Tira de la caña y cae el pez en el suelo. Se mueve haciendo eses y el pescador lo coge y lo acaricia. Es un pez con alas, como de mármol, con ojos como dos bolas de carbón piedra, un pez que parece mitológico, casi prehistórico, las alas como conchas de nácar. Uno de los pescadores le arranca el anzuelo de la boca y el pez respira hondo. Otro saca una balanza y lo pesa: tres libras y media. Se forma un remolino de gente, alguien quiere comprar al pez, otro quiere que lo devuelva al mar, otro que lo guise, otro quiere llevárselo a casa. La gente le hace fotos como si fuera una celebridad. El pez de vez cuando da un estertor. Uno de los pescadores lo acaricia. Alguien trae una bolsa de plástico negra, como una mortaja, y lo mete en ella. “Ciérrala bien”, dice mientras hace un par de nudo con las asas. Y cada pescador vuelve a sus sitios a la espera de otra presa. 
      El parque de atracciones, remodelado y puesto al día, está cerrado. Un parque de este tipo es el triunfo de la decadencia, del poliéster y del neón. A través de las barras se ve la noria, como un enorme girasol, inmóvil, presa. Un parque cerrado, sin el trote mecánico de los caballitos, si el griterío de los niños, sin el chisporroteo de los puestos de tiro al blanco, es un poco como un cementerio donde la muerte monta, juega feliz y gratis en todas las atracciones.  
      Baja la marea cuando nos alejamos y la arena de la playa se desnuda del lienzo que el agua se va llevando en su retirada. Descienden unas gaviotas tan rápidas cerca de los cestos donde los pescadores tienen los cebos que parecen rayos de cristal líquidos. Se han ido los amantes, se han ido los niños de las escuelas, hay una cola de gente en Nathan´s, el puesto de perritos calientes más famoso del entorno y se llena el aire de olor a aceite y a pimientos fritos. Tú dices que tenemos que venir a ver el acuario, que nunca entramos y yo pienso en el pez alado que se asfixiaba bajo un sol como de los años cuarenta, “un pez de juguete, planeando sobre su piel de caoba medieval una luz silenciosa”. Un pez que hubiera podido estar a la venta en uno de las tiendas de regalo donde venden copas en las que Scarpia hubiera ofrecido un licor a Tosca, anzuelos de raso, pájaros de metal y un pasado lleno de nostalgia de la vieja Europa mezclado con la joven América. 

Wednesday, August 28, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO Y 20.

     Es largo, pero es el último. Muchas gracias por el seguimiento y los mensajes de amistad.                                




                                                 PATO A LA NARANJA

                                             
                                                            I..

      ¿Te acuerdas, Emilio, de aquella vez que cenamos pato a la naranja en Bruselas?  No te lo dije nunca, pero fue una de las noches más felices de mi vida. A partir de ahora voy a comprarame lo que me apetezca, pero sin extrafavagancias ya que me queda algún dinero...  Fíjate en las piernas que tengo tan delgadas y pálidas, y lo que es peror que no puedo dablar la rodillas. Nurse, nurse, water, please, water!  Mejor, me encuentro mejor. Sí, sí, ahora siento el oxígeino. Gracias. Los bombones los traen a diario de Suifiza, así que mañana vas y me compras media dodocena. Teucher o Deucher, algo así, en la Quinta Avenida. ¡Me gustaría tanto regresar a mi casa! ¿Cuándo volveré?¿Me has regado las plantas? ¿Están las rosas en flor? ¿Tú crees que podré ir, que pogré ir este verano a la playa? Necesito que me den speech, cada vez tengo más dificultaz para hablar. Ayer no vinisteis ninguno de los tres a verme y necesitaba tanto hablar con alguien... Mi única falimilia sois vosotros tres. Tú más familia, claro, a pesar de todo. ¿Al de al lado? Se lo han llevado esta mañana; dio un ronquido como un trueno, llamó a su madre y se quedó en silencio; su madre era muy buena y me daba agua. Ya habrán descansado los dos. Mañana me compras un walkman, sé que me queda poco; y vas a Balduci´s y me traefs trufas y unos pasteles de chocolate. Miss, miss, would you please give me agua? Se me seca la, la garganta, garganta mucho. No, no lo creas, todas no son tan nice. El otro día me robaron dinero y se comieron los donuts que me trajo José. Cada vez titiemblo más y se me va oscureciendo todo, como si fuera a venir la noche. Mili me pone nervioso, pero me quiere. Conozco a Mili desde el primer día que llegué a Nueva York, hace casi treinta años; no, no a José lo conocí en la universidad un año antes de lo de Castro. ¿Tú crees que podré volver a Cuba? Luego nos reencontramos en Madrid, en el 64. ¿No te acuerdas de esa fotografía en que estamos José, Alberto y yo en la Cibeles y José está muy delgado y todos estamos muy jóvenes y muy handsome. José tiene cincuenta y dos, es un año más joven que yo. ¿De qué hablaba? Se me olvida todo y se me enredan las paralabras. Cómprame tres de Champagne, dos de chocolate blanco y dos trurufas salvajes. No sé si podré ir a la plalaya este año. Se lo he dicho a Mili antes de irse: no me pongas el agua tan cerca, porque lo tiro, pero no me escucha. Mejor, gracias, miss, hummm, hummm... no tengo fiebre. Quédate. No no, no te salgas, tú eres de la familia; sólo es una inyección y me la ponen en la barriga, no en el trasero... pero no me duelen. Sí, sí, ahora lo siento entrando por mi nariz. Tráeme también caviar, pero lo compras en Zabar´s. Cuando vuelva a casa tengo que hacer muchas cosas. Me queda por oír el Ring de Levine y necesito escuchar otra vez el Guillermo Tell de la Caballé y Pavarotti, y un recital de la Callas con Giuseppe Di Stefano que estaba inédito, y no puedo morirme hasta escuchar el Otello de Rossini. Water, please, water.  Anoche tuve un sueño que alguna vez te contaré, ahora no quiero hablar de ello;  me preocupé mucho porque me vi solo y me eché a llorar y el médico me dio un valium y me calmé. Huele bien, ¿verdad? Me gustan los postres y las sopas que hacen aquí. ¿Me ha escrito alguien? Sólo os tengo a vosotros. Haz una copia de la llave de la casa para Mili y otra para José. Os he puesto a los tres en los papeles del hospital como si fuerais mi familia, por si me pasa algo. Emilio tienes que ir a mi casa a romper cosas no vaya a ser que venga mi hermana o me pase algo, ellos no saben nada. Que ¿qué cosas? Pues algunas de nuestras viejas cosas que todavía guardo; sí, sí no te rías: nuestras cartas, las postales, las polaroides, alguna pornografía. . . y algunos de los juguetes que guardo detrás del cajón del armario grande, el que compramos a Mrs. MacLauglin antes de irse a la residencia. Una sister vino a verme esta mañana, pero le dije que hay tiempo. Los curas nos enseñaron que la extremaunción es ya para los que están a punto de...  ¿Te acuerdas del padre Gerardo lo bueno y lo alto que era y lo grande que tenía las manos y las orejas? Yo hice los nueve Primeros Viernes de mes una vez... Dale a José el year book en el que estamos juntos en la fotografía. Los chocololates que sean de la Quinta Avenida.  Emilio ¿te imporotaría darme la mano? Las he acariciado tanto... A algunos les da miedo tocarme, piensan que les voy a contagiar. Honorio es uno de ellos, pero lo comprendo. Gracias, Emilio, por todo. Has sido tan bueno conmigo. No, no nos teníamos que haber dejado nunca. Es un programa sobre Rwanda y fíjate, fíjate cómo se matan, fíjate en los ojos de ese niño, fíjate qué delgado está, sus piernas parecen de alambre. Yo me parezco a él y no puedo dablar las rodillas. Yo también estoy en guerra y estoy perdiendo y parece que se me hace de noche. Estoy entrando en una boca de lobo; estoy exiliándome, de nuevo, a una tierra extraña en donde la oscuridad me espera. Si mi hermana no viene, no me importa pues os tengo a vosotros tres. Apriétame la mano, Emilio, y déjame que me duerma, estoy muy cansado, tengo la boca reseca, las ideas se me nublan, mi cuerpo entero tiembla, te veo como difuso, tengo sed y no puedo dablar las rodillas. ¿Quién se va a quedar con el perro? ¿Tú crees que poderé... ir... a la plalaya de Varadero este verano? 


                                         II.

Claro que te aceptamos, Vabi, no te preocupes. Mamá lo sabe y también se lo he dicho a mi hija; no, a los hombres no, no lo comprenderían; les he dicho que tienes cáncer de hígado. Vabi, tú lo que necesitas es terapia, que te afeiten y te corten el pelo y verás cómo pareces otro. ¡Que sí, que sí que te queremos!, no te preocupes. Sí, claro que ha sido un golpe, tantas cosas al mismo tiempo. El que no te hubieras casado no significaba nada porque yo lo hice, en una mujer era diferente y además eran otros tiempos, y nunca fui feliz. ¿Lo fuiste tú? Yo te comprendo y espero que tú también me comprendas a mí y me aceptes como soy. Pero yo soy dura y no necesito compasión. Si he venido es porque me llamó Emilio y me asustó, pero yo la verdad no te veo tan mal, los médicos han debido equivocarse, tú no puedes tener eso, tú lo que necesitas es terapia y ya verás cómo te mejoras. ¿Qué? a veces no te entiendo. Si, sí mamá está bien; ella, como yo, es dura, nosotros somos los hombres de la casa; no, no, papá sigue en el hospital, él no sabe nada, él es tan buena persona. Por cierto este hospital está sucio y no me gusta nada, te podrían haber llevado a otro mejor. ¿Qué? en el cajón, ¿en qué cajón? Está bien. ¿Quién? ¿Emilio? Se la pediré e iré mañana al piso y lo cogeré. A nadie le amarga un dulce. Sólo puedo estar aquí este fin de semana. Sí, si Vabi te estoy escuchando, pero a veces no te entiendo. En el cajón de la mesilla derecha hay dinero, está bien, ¿tienes algunas joyas? No, no yo no quiero nada, ¿la póliza? ¿el seguro? Hablaré con ellos. Pero yo te veo bien. Odio New York, no viviría aquí por nada del mundo. Tú te debías haber quedado en Miami, pero, claro, como eres como eres, pues claro, querías vivir en New York. Volveré la semana que viene. Ya sabes que Tochi ha tenido gemelos y tengo que cuidarlos y luego papá, y Alberto no se encuentra bien tampoco. Sí, sí, que sí que te aceptamos, que te queremos, Vabi, que no te preocupes. No, no, muebles no quiero, algún recuerdo, pero hablaré con ellos. ¿Pagar las deudas? Hermanito mío las deudas no se pagan, tú no tienes ni mujer ni hijos. Ni el teléfono, ni el gas, ni las tarjetas de crédito. Nada, nada, tú no te preocupes. ¿Los óleos? ¿Qué te van a traer los óleos? Pues yo te veo bien. No me mires con esos ojos tan profundos, Vabi, me das miedo. Tus ojos siempre me han dado miedo. No, no, si no me voy; tienes la mano helada y estás tiritando. ¿Quieres agua? ¿Los óleos? ¿Qué? Pues claro que sí que te aceptamos, Vabi, faltaría más. ¿Me aceptas tú? Vabi, ¿me ves? Vabi, ¿me oyes? Esto se cura con terapia y que te afeiten esa barba de profeta que tienes y que te corten el pelo. ¿Me oyes, Vabi? ¿Me ves? ¿Sabes quién soy? Soy yo. ¡Vabi, Vabi!... ¡Enfermera! ¡Enfermera! 


                          III. 

Pasa, pasa José. Y Honorio ¿no viene? Ya, ya, estas cosas le entristecen. Mili, su madre y su hermana ya están aquí y han empezado por arriba con los armarios, ahora están empaquetando su ropa. Yo estoy aquí con las cartas y el papeleo y se me ha hecho un nudo en la garganta. Menos mal que has venido. ¡Qué calor! Sí, sí; hoy él se hubiera ido a la playa. El mar le apasionaba. Tú sabes que su temporada duraba de mayo a octubre. Por cierto, ¿qué habrá sido de sus compañeros de verano? ¿Le echarán de menos? Habría que llamarlos y decirles lo que ha pasado. Es José, Mili, cuando acabemos con este cajón subiremos. No sé qué hacer con estas fotos, tú estás en algunas de ellas, ¿las quieres? Coge lo que te guste, no hace falta que te lo diga. Sí, hombre, ésta es en Caroglio, el pueblo de mis abuelos; ¿no te acuerdas que fuimos a Italia en el 71? Fue un mes antes de mudarnos aquí. Como siempre viajábamos juntos y solos nunca teníamos a nadie que nos fotografiara; ésta es una de las pocas en que estamos los dos. A él le encantaba. Tres meses después decidimos separarnos. Estas de La Habana a lo mejor las quiere Mili. Hay que pagar las deudas, ¿no te parece?  La imbécil de su hermana se creía que su hermano era Rockefeller; que si el hospital era muy sucio, que si terapia, que si la comida, que si New York, que si las joyas, que si el dinero, que si la casa, que qué iba a hacer ella con las cenizas, que no estaba segura si llevárselas. Si no llega a ser porque la asusté con lo de los óleos, la muy animal no viene. ¿Quieres alguna ópera? Coge lo que quieras. No hace falta que te lo diga. A ti, José,  te quería y te respetaba mucho. Se alegró tanto cuando lo de Honorio. Tú has tenido suerte. ¿Veinticinco años ya? Lo vuestro no tiene nombre. ¿Te acuerdas cuando fuimos al aeropuerto a recibirle? Parecía más joven de lo que era, y lucía cansado, pálido y delgado, con un jacket muy holgado que a mí me gustó. Todas estas cartas hay que tirarlas, y estas fotos hechas con Polaroid también. ¡Qué vergüenza! No sé qué pensarás de nosotros. Aquí están los recibos; no sé, espera. Mili, ¿sabes si hay una calculadora? ¿En el de la derecha? Gracias. Llévale a Honorio esta cerámica que compramos en México, sé que le gustaba. Este montón de ropa para el Salvation Army, estos platos y estas cazuelas para la mujer que le cuidó antes de que le llevaran al hospital, la quería mucho. ¡Qué desorden! ¡Y pensar que por un tiempo esta casa fue parte de mi vida! José, me parece que bajan. ¡Ah! se me olvidaba. Ayúdame a sacar este cajón, ¡date prisa!, detrás hay escondidas algunas cosas que debemos devolver al cuarto oscuro del olvido, ahora ya no nos queda tiempo para el recuerdo y ha comenzado a oscurecer. ¡No!, ¡no!, eso no lo tires; es el menú de un restaurante chino en Bruselas donde cenamos pato a la naranja. Nunca le dije que aquella noche fue una de las más felices de mi vida.



Tuesday, August 27, 2019

CUENTOS DE UNA NOCHE DE VERANO, 19




                                                SE HIZO LA LUZ                 

      El primero de enero, después de comer, la bombillita de la estrella que coronaba el árbol de Navidad se apagó. 
     -- Vaya, se funde justo cuando lo íbamos a desmontar. Habrá que comprar otra el año que viene-- dijo la madre.  
     -- Iré mañana a Arrows y compraré una de repuesto. Debíamos de tener alguna por aquí.-- dijo el padre.
Emmanuel, el hijo, preguntó: 
      -- ¿Por qué se funden las bombillas?   
      Por la tarde, mientras nevaba, desmontaron y tiraron el árbol y desapareció de la sala el olor a pino y a bosque. Guardaron la estrella, se olvidaron de ella y pasó un año. 
      De nuevo llegó Navidad y de nuevo los tres fueron a Arrows, el gigantesco almacén edificado a la salida de la ciudad, a comprar el árbol y los regalos. Emmanuel al mirar los cientos de luces que adornaban el almacén se acordó de la estrella que guardaron el año pasado con la bombilla fundida. Se alejó lentamente del lado de sus padres y se arrimó a uno de los árboles con cientos de luces. Cerró los ojos y vio cientos de puntos minúsculos como estrellitas que parpadeaban. Se acercó a ellas y pasó la mano por unas cuantas y notó que estaban calientes. Se fijó en una que estaba casi rozando la base que sostenía al árbol. Parecía especial. La miró, se agachó un poco, curvó el dedo índice y el pulgar, metió las uñas a manera de pinzas, las giró y tiró de la bombilla lentamente. No fue fácil sacarla porque estaba muy ajustada al pequeño casquillo de plástico verde. Dio un tirón al mismo tiempo que sacaba la lengua, y logró desprender la bombillita. En ese mismo momento el almacén se quedó totalmente a oscuras. Se oyeron gritos, luego un silencio y más tarde gente que corría atropellándose. Algunos encendieron los teléfonos móviles. Las escaleras mecánicas y los ascensores se pararon. Alguien dijo que era un atentado, varios niños lloraban, una mujer gritó, los padres de Mike buscaron a su hijo. Sonaron unas sirenas, llegaron los bomberos que iluminaron con grandes reflectores la entrada de la tienda. Salió la gente atropelladamente. Se oyeron ruidos de motores, metálicos. Mike echó a correr y bajó las escaleras de emergencia de tres en tres. El aparcamiento estaba iluminado a rachas con luces que se movían de un lado para otro como si hiciera viento. Buscó el coche.  Esperó que llegaran acariciando con la yema del dedo índice la bombillita que todavía guardaba algo de calorcito.
        A la mañana siguiente, The Star of Prospect Park, barajaba varias hipótesis: que el apagón en Arrows podía haber sido un acto terrorista, posiblemente de una célula árabe, por otro lado insinuaba que podía haber sido obra de un grupo de venezolanos partidarios de Chávez. Un vecino dijo que él vio a una nave espacial aterrizando en la terraza del almacén, por lo que podría ser cosa de un grupo de extraterrestres. En Cartas al director, vía email, un lector insinuaba que era cosa de un hijo de Satán o de una familia budista.
      Llegaron dos ingenieros afroamericanos de Nueva York. Inspeccionaron el almacén, todavía sin luz. El manager, un oriental con fuerte acento en inglés, en una entrevista en WHBD, la emisora de televisión regional, dijo que había habido varios heridos, dos de gravedad y que las pérdidas económicas eran cuantiosas. El jefe de la policía local, un chicano llamado José Carpintero de la Cruz, declaró que no pararían hasta encontrar a los culpables. Una joven afroamericana, Mary Snow, declaró: “El problema en este condado son las minorías”. Los ingenieros, después de consultar con la compañía eléctrica, Light Con, llegaron a la conclusión de que la manera de solucionar el problema, que dicen puede haber sido un sabotaje, es revisar una por una las miles y miles de bombillas de los árboles y de los adornos navideños del almacén ya que alguien arrancó la bombillita madre de todas las bombillas de la ciudad. Había que encontrar el casquillo vacío. 
      Emmanuel al llegar a casa, bajó al sótano, abrió la caja donde guardaban los adornos de navidad y encontró la estrella que al ser acariciada pareció respirar con dificultad, como si sonriera. Sacó la bombilla del bolsillo, la besó y la metió en la punta de la estrella que se iluminó como un corazón lleno de sangre y de vida y en ese momento se hizo la luz y el almacén se iluminó.  

Monday, August 26, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 18

                                             


                                                 PERDICES ASADAS 


Bajando la Cuesta del Agua Amarga y torciendo a la derecha al callejón de las Tres Perdices, se llegaba a la plaza de la Custodia desde donde se podía ver el río Tajo, oír su ronca respiración y oler su cuerpo limpio. Descendiendo trece escalones, entrando en la tortuosa y empedrada cuesta de la Muerte, saltando unas piedras y cruzando unos arbustos bajos y espinosos se llegaba a la orilla, donde una arena verde y apelmazada, con olor a cieno y a peces, encarcelaba al agua. A la izquierda, reflejada en la corriente, se levantaba la casa de don Illán: grande, pesada, cuadrada, sólida, de ladrillo ocre, fachadas cerradas, con dos únicas ventanas mirando al río, torre semicircular, como un barco con la proa sumergida dentro del agua, en la que el Mago tenía sus habitaciones secretas. El jardín tenía doce álamos, ocho cipreses, parcelas de verde y plata, rojo, amarillo y rosa; una pequeña huerta y, en el medio, una enorme jaula en forma de hórreo con perdices. En la otra orilla y frente al caserón de don Illán se levantaba la ermita de Nuestra Señora de Borges, rematada su humilde espadaña por una inmensa cruz.
Agobiada y circundada por el Tajo, la ciudad, un sofoco de casas apiladas unas contra otras, se asentaba sobre siete colinas en las cuales se erguían de derecha a izquierda, la Catedral, el Alcázar, el Palacio Arzobispal, la Iglesia de Santo Tomé, la Posada de la Hermandad, el Palacio del conde de Benavente y el caserón de la Inquisición, muy próximo al Tajo.
Cuando Carlos I estuvo en La Coruña, fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde, que había estudiado en la universidad de Salamanca y era deán de la catedral de Santiago, fue nombrado su confesor y capellán real. Era fray Jesús un hombre de ojos vivísimos, luminosos y labios carnosos, frente ancha e ideas brillantes, astuto y orador elocuente. Se decía, pero nadie lo podía confirmar, que era aficionado a la magia y que tenía poderes. Oyendo el castellano oscuro, casi ininteligible, de marcado acento extranjero del monarca, al confesor le costaba entender la retahíla de los pecados reales, que siempre giraban sobre el mismo tema. El rey era absuelto, una y otra vez, de haberse acostado o bien con una lavandera, o con la hija de su barbero, o con una princesa, o con dos (a veces tres) damas francesas del séquito de la reina y, en contadas ocasiones, de haber tenido oscuros pensamientos al reparar en el hermoso perfil de un mozo poeta castellano a su servicio. (Años más tarde volvería a sentir, al releer los versos del poeta una tarde de verano, el mismo sobresalto en la soledad de Yuste, y aunque comprendió su significado ya era demasiado tarde.)
El emperador, a instancias del cardenal Tavera, nombró Gran Inquisidor al deán de Santiago y éste se trasladó a Toledo. Al llegar a la ciudad imperial su primera visita, después de cumplimentar al rey y al cardenal Tavera, fue para don Illán. Llegó de noche; no era propio de un inquisidor visitar a un mago. Se paró a respirar en la plaza de la Custodia; se sentía viejo y cansado y ahora más que nunca –pensó– necesitaba vivir, para poder mandar herejes a la hoguera. Acostumbrado a la humedad de Santiago, el clima seco y áspero de Toledo le resecaba la garganta, naciéndole en el pecho un galope que le ahogaba. Miró al río, que era una cinta negra con reflejos lunares, y respiró hondo. Cuando las campanas de la catedral daban las diez y el deán iba a hacer sonar el aldabón de la puerta de la casa mágica, aquélla se abrió y el brujo le invitó a pasar. El deán de Santiago, distante, frío y autoritario, saludó a don Illán; éste, al doblar levemente la cabeza, sintió un escalofrío. Vidrios azules le salpicaron su cerebro.
Bajaron a las habitaciones secretas arropadas por el Tajo. Sus pasos resonaban. La humedad era una sábana verde que colgaba del aire. Hablaron. Al pedirle el Gran Inquisidor, bruscamente, la fórmula de la eterna juventud, el mago comprendió que el deán de Santiago venía en plan de guerra y se declaraba su enemigo. En el tablero del ajedrez de la noche y el alba jugaron la última partida. Amanecía cuando el brujo echó al deán de su casa. Al cerrar el portón el deán oyó un mugido lunar, un trueno líquido de plata y un galopar de muerte. En la catedral de Santiago, las campanas doblaron a muerto.
  A pesar de los tapices que cubrían las altas paredes del alcázar, el emperador, que contemplaba el río y tenía un libro de poemas en sus manos, sentía frío. Acababa de firmar la ejecución de don Illán que Fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde le había traído en persona. La muerte del brujo se llevaría a cabo el día del Corpus Christi, después de la procesión, en un solemne auto de fe en la Plaza de Zocodover, bajo el Arco de la Sangre. 
Una hora antes de la ejecución de Don Illán, cuando la rica custodia de Arfe entraba de regreso en la catedral por la puerta del Perdón, el sol se apagó, los gallos cantaron, comenzó a llover torrencialmente, un viento de guerra movió la Campana Gorda de la catedral y su sonido explotó tímpanos de niños recién nacidos, hizo a los sordos oír, rompió cristales, derrumbó estatuas y rectificó el curso del río, que se salió de su cauce. Al desbordarse inundó parte de la ciudad baja y la furia de su corriente arrasó con el caserón de la Inquisición.
El cuerpo del deán de Santiago, Gran Inquisidor, confesor y capellán real, no se encontró jamás.
Revestido con casulla verde y plata, alba purísima de hilo, manípulo y estola de raso, guantes rojos, báculo y mitra dorados, presidiendo la gran estancia secreta, embalsamado por el abrazo del río, peces azules le ciegan su mirada, musgos de silencio le adornan su boca, algas tejidas por Salicio y Nemoroso le encarcelan sus manos, ángeles de cieno bautizan su memoria herética. Su deseo de vida eterna se cumplió.
Cada noche, el mago se acerca a él y le ofrece perdices asadas de cena.












Sunday, August 25, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO. 17

                                       

                                                     DIE FRAU MIT SCHATTEN

Cuando colgué el teléfono noté el arañazo que una hora antes me había hecho Rubén Trujillo con el anillo al quererme sacar el pecho izquierdo sin desabrochar el sostén. Con la punta de la piedra, una gota redonda de sangre coagulada, me rasgó desde el final del pezón a la mitad del pecho. Todavía olía mi cuerpo al suyo y en mi boca distinguía un sabor algo pastoso entre amargo y salado. Me pasé la yema del dedo índice alrededor del arañazo sintiendo placer y dolor al mismo tiempo. Sonó el teléfono.
––Sé que va a celebrar la Nochebuena con un grupo de amigos, usted me conoce, pero no me conoce. Yo he oído su voz varias veces. Me gustaría ir a su fiesta y conocerla en persona. ¿Quiere que lleve algo especial o prefiere que le sorprenda? Sé donde vive, sé el perfume que usa, sé cómo late su corazón cuando suena el teléfono. Además quiero llevar un regalo de vida para Hamid.
Al colgar sentí cómo el pecho me palpitaba y decidí darme una pomada en el arañazo que se había puesto rojo y parecía una lombriz abultada mitad roja y negra.
Las primeras en llegar fueron las Landowskas, una pareja que lleva casada dieciocho años. Trajeron una pierna de cerdo y tres botellas de Pinot  Grigio. Hacía casi un año que no las veía. Me llamó la atención la palidez de Milagros, su cara ovalada estaba como nevada y sus dos grandes ojos negros eran como dos escarabajos brillantes que me miraban con fuerza y a la vez con melancolía. Wanda llevaba el pelo muy corto, como si fuera un soldado y la vi más joven, radiante, nadie diría que estuviera atravesando la menopausia. Enseguida aparecieron Honorio y Faro. Honorio parecía cansado, como ausente.  Kasta y Leonor llegaron casi al mismo tiempo. Kasta no se encontraba bien, se había lastimado la columna al agacharse limpiando la habitación de Lena. Luego vino Hamid y el último fue Plasencia. Este se disculpó. Llegaba tarde porque había tenido que ir a otra fiesta con sus amigas las españolas “de la cuarta edad y de la quinta república”, intelectuales exiliadas del tiempo de Sánchez Albornoz y Victoria Kent que todavía vivían en Nueva York. Hijas de políticos y escritores, sus ilustres apellidos eran parte de la historia de España.
Dicen que mi casa es un dedal y tienen razón, pero también dicen que lo tengo todo tan organizado que es como un palacio. Parecía imposible que en una habitación de apenas quince metros cuadrados pudieran caber diez personas. Empezamos a servir la cena y cuando terminé de cortar el último trozo de la pierna del cerdo sentí un olor a azufre que llegaba de la cocina y el arañazo me latió como si la lombriz se moviera a lo largo del pecho. Era una sensación viscosa, fría y cálida a la vez. Pensé que habían llamado a la puerta y, de pronto, recordé la llamada telefónica del día anterior. El grupo había empezado a comer y ya se habían vaciado cinco botellas de vino. Plasencia hablaba con Honorio del último libro de poesía de García Martín, Faro con Kasta de la madre de ésta, las Landowskas se pasaban la comida una a otra y sonreían, Leonor parecía cansada y apenas si decía nada, solo contó que la noche anterior al ir a cerrar el coche se había dado un golpe con la puerta en el ojo izquierdo y no veía bien. Hamid se sentía como abstraído. Salí al pasillo y vi cómo la puerta se abría y aparecía una mujer mayor, vestida de negro, alta, delgada, mitad figura de un cuadro de El Bosco y la otra mitad de uno de Goya, una sombra que se movía hacia mí, el áspero pelo recogido en un moño, tez oscura, frente ancha y con dos arrugas largas y hondas, como dos arañazos secos, en sus pómulos ya marchitos. Llevaba un broche de plata con las iniciales MP entrelazadas.
      –He venido a ver el arañazo –dijo–.  Mirándome fijamente añadió:
      –A mí hace tiempo que nadie me ama. ¿Puedo pasar?
No supe qué decir. Su voz era agria, como de leche recién cortada. La seguí como si ella fuera la dueña de la casa. Pasó entre mis amigos y se sentó en el sillón de cuero negro del rincón donde dos horas antes Rubén Trujillo había arañado mi pecho izquierdo. Nadie parecía haberla visto, nadie se inmutó, nadie volvió la mirada hacia el sillón. Plasencia hablaba ahora con Hamid, al que abrazaba tiernamente. A Honorio se le había acentuado su ausencia y su mirada era ahora como una cinta roja arrugada en un día de niebla. Las Landowskas continuaban mirándose la una a la otra y Faro, a la vez que seguía hablando con Kasta, tomaba fotos del grupo. 
   Hamid había nacido en Pakistán y había traído un postre de su país que tradujo al inglés como The Shadow of a Woman y que fue la estrella de la fiesta. Era una suerte de pudín, flan y natillas mezclado todo con mango y otras frutas exóticas, adornado con frambuesas, con un sabor a miel, a desierto y a paraíso, a infierno y a oasis. Era como la sonrisa de Alá y el respirar de Mahoma. Hamid se levantó, puso la vasija de cristal con base de plata en medio de la mesa y fue sirviendo a cada uno una porción meticulosamente cortada. La vasija parecía una urna para archivar la vida y un cofre para guardar la muerte. Vi como Hamid acercaba un plato a la señora y ésta me lo pasó a mí con una mirada de cobre. Temblé y comencé a comer. Una frambuesa me trajo el aliento de Rubén Trujillo. El mango se deshacía en mi paladar abriéndome los sabores de mi infancia. El único que no tomó postre fue Honorio y me extrañó.
  ––Gracias, Señora, ––oí como Hamid decía–– por dejarme escapar. Este postre es la promesa que le hice. En él está la semilla de la cosecha de septiembre.
La mujer con cara de sarmiento, ojos resecos y nariz aquilina, sonrió y dijo:
––No era tu momento. No me des las gracias. Nadie se muere el día antes. Ven, acércate, mírame a los ojos y no me olvides.
Hamid inclinó la cabeza y comenzó a llorar. Se acercó a ella y se arrodillo a sus pies.
––He venido a traerte a ti un regalo de vida –dijo ella–.
––Gracias, Señora.
––Toma. 
 Y le alargo una urna de cristal rosado.
   Hamid la recogió y se la llevó cerca del corazón. Era de dos piezas. La base se parecía al cáliz de la Ultima Cena y la tapa era una cúpula de Alejandría terminada en una pequeña piedra que era idéntica a la del anillo de Rubén Trujillo. Separadas parecían dos pechos de carne fresca y rosada y juntas semejaban un cáliz de consagrar.
Un rayo de luz que entró por la ventana y que venía de lejos, de  países cálidos, arañó la cúpula con una grieta de luz roja. Me reflejé en la otra parte y vi mi arañazo mezclado entre las filigranas del cristal.
––Guarda en esta urna tus mejores momentos y así vivirán para siempre. Los que beban de ella no me temerán –dijo la señora con voz antigua.
Esperaba que los demás dijeran algo. Seguían bebiendo y celebrando el postre de Hamid y nadie parecía oír nada. Miré a Honorio y le vi como ardiendo, en fuego, iluminado por una luz amarilla y brillante.
Hamid volvió al lado de Plasencia y se abrazaron. Wanda pidió a Hamid que contara lo que todos esperaban escuchar. Se hizo un silencio espeso que flotó entre todos nosotros. Mirando al sillón que estaba vacío para el grupo, pero en el que yo veía a la mujer en sombra, Hamid empezó diciendo:
      ––Fueron 55 minutos de terror, de oscuridad y de agonía. De pronto el edificio, después de un golpe seco, comenzó a cimbrearse como si fuera un junco, se movía lentamente y comenzaron los gritos, las carreras, los llantos… Oí varios teléfonos móviles que sonaban…Yo me fui hacia la escalera de emergencia del lado norte y ya había un grupo de gente que se daban codazos ansiosas por bajar… Estábamos en el piso ochenta y dos y nos quedaban cincuenta y cinco minutos de terror, de oscuridad y de agonía…
Por un momento Hamid se calló y abrazando la urna se la llevó de nuevo cerca de su corazón y se iluminó de un resplandor mágico. Fuera comenzó a nevar. Honorio reconoció la urna, era el Santo Grial reencontrado.
––Gracias Señora –dijo Hamid transfigurado–. Y besó la urna.
   Honorio miró al sillón y vio un rostro reseco con ojos intensos. Le vino un olor a azufre, a cuerpo achicharrado, a escombros y a humo podrido. Era el mismo olor que tres meses antes, un martes once de septiembre, él había olido.
   Cuando me quedé sola en casa, después de que las Landowskas se fueron, me quité los zapatos de tacón que había estrenado para la fiesta y que me habían estado mordiendo los dedos toda la jornada. Me pesaba el cuerpo y las tiras del sostén se me hundían en la carne. Sentí un fuego interior que salió chorreando entre mis piernas. La casa estaba irreconocible. Una luz sucia de madrugada borracha entraba por las ventanas. Unas gotas de sangre aparecieron en el sitio donde Honorio había estado sentado. Sentí una espina dorada que se clavaba en mi pecho. Fui tambaleándome hacia el sillón de cuero negro, me senté y al respirar hondo olí el perfume de Rubén Trujillo que era el mismo que usaba la mujer del broche de plata. Sentí un frío total. Las ventanas se abrieron de golpe y entró la nieve. El olor a azufre me ahogaba. Quise gritar, pero no pude. Entonces me di cuenta de que al haber ganado un cuerpo había perdido la vida para siempre.
   Cuando Faro llegó a su casa y puso el disquete en el ordenador para ver las fotos que había tomado, oyó dos explosiones como si dos aviones hubieran chocado contra dos torres y en la pantalla apareció sentada en el sillón de cuero negro la sombra dormida de una mujer que se parecía a la muerte.



Saturday, August 24, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 16

Volvemos. Lo prometido es deuda. Unos cuantos cuentos más y adiós verano. Gracias.



LOS DOS AMIGOS
–Yo traeré el arma. Al ver mi cara de pánico me pone su inocente mano sobre el hombro y dice: –Quiero decir, el alfiler. Norio, eres un cagueta; además ni te vas a enterar, ya verás. –Y yo ¿qué traigo? –le pregunto. –Ya que eres el literato de la clase tú escribe la proclama, pero al grano. –¡Jo, tío, tú siempre tan político! –¡Bah! eso es una gilipollez, ¡qué sabes tú de política! Tú, Norio, sólo sabes de poesía y ésta es cosa de débiles. Pero yo te enseñaré a que seas uno de los nuestros... –Pero, Nito, yo no quiero ser uno de los vuestros –le interrumpo–. Yo quiero ser yo. Cambia la voz, frunce la frente y me dice: –Te he dicho mil veces que Nito murió el verano pasado al salir del colegio de las monjas. Ya tenemos doce años, Norio; esto es el Instituto y aquí soy el camarada Juan Trosky. – ¡Tú estás chalao, camarada Juan Trosky! –le digo con acento ruso, mientras levanto el puño izquierdo–. Pues a mí me sigues llamando Norio, que yo soy el mismo. Me coge a traición por la espalda, siento el peso de su pecho y la fuerza de sus brazos alrededor de los míos y me tira al suelo, pone su pie derecho sobre mi corazón y gritando dice: –Serás de los míos y venceremos. Aunque Nito es mucho más bajo que yo, algo regordete, de vivísimos y enormes ojos negros que ensombrecen dos espesas arqueadas cejas, de manos y brazos breves y un olor muy extraño a cuero y a sexo, al mirarlo desde el suelo, le veo grande, inmenso, inalcanzable y poderoso: un luzbel liberado de monjas, misas, rosarios, rabiosamente ateo que pisotea victorioso al ángel. Al día siguiente, un viernes lluvioso y tristón, llego a su casa y Remigia al verme me dice de mal humor: – ¿Qué haces tú tan temprano por aquí? En vacaciones se duerme, rapaz, y Nito está roque. –Despiértalo, por favor. Tenemos que hacer algo... Subimos a la azotea desde donde se ve una opresora vista de la ciudad: la catedral tan próxima que casi se puede tocar, a la izquierda y un poco más lejano el alcázar, diseminados aquí y allá iglesias y edificios nobles y al fondo el sol recién hecho invocando al paisaje de rosa y oro alrededor del río, que aparece amortajado en un tul color ceniza. Sopla un aire frío y nos resguardamos en un rincón. Cuando me clava el alfiler en el dedo índice de la mano izquierda crece, en la yema del dedo, un granate redondo y oscuro. Hago un gesto con los labios y cierro los ojos. –Te lo dije, quejica, que no te iba a doler. –No he dormido en toda la noche, pensando en este momento. Se pincha él y juntando nuestras sangres firmamos la declaración. Y en voz alta y cierta solemnidad en el tono lee el párrafo siete: –Que nunca tengamos que decir que nosotros los de entonces ya no somos los mismos, porque la amistad o el amor nunca mueren, morimos nosotros. Y sonriendo añade: –La poesía te pierde, chaval, te tienes mochales, te envenena, pero esto me gusta. Y para celebrar el pacto, rebelarnos contra la Iglesia, recuerda que hoy es Viernes Santo, llevar la contraria a mi abuela, que es una beata y nos tiene en ayunas a todos desde ayer, vámonos al Suizo a tomarnos chocolate con churros.
De las chicas del grupo, Leocadia era la más fea, pero todos queríamos bailar con ella porque era la que más se pegaba. Nano, que tenía catorce hermanos y vivía en una casa de veinte habitaciones, pidió permiso a sus padres para que nos dejaran una que estaba en el patio y servía de trastero que limpiándola, forrando sus paredes de cañas amarillas y decorándola, convertimos en "El cañizo". Emilio pintó en la pared central una enorme águila imperial en marrón que sujetaba con sus garras un largo pergamino en el que se leía: "Mellior vita est tintorrus". En "ese antro de perdición" (según mi padre) pasamos parte del bachillerato superior. Sábados y domingos de guateques, los demás días conspirando o estudiando. En "El cañizo" se amasaron matrimonios, se rompieron virginidades y se practicaron abortos; se imprimieron panfletos, se leyó el Libro Rojo de Mao, se discutió a Marcuse, se elaboraron bombas y se soñaron revoluciones; se lloró, se amó y se saboreó la vida; se sintió la soledad y se nos pasó a todos muy deprisa y amenazada nuestra primera juventud. Cuando se puso de moda, por él pasaron los cadetes de la Academia, niños de gente bien y de derechas (a los que cobrábamos el doble), niñas bien que se hacían las estrechas frente a criadas generosas, intelectuales problemáticos y sencillos obreros. Por pasar, pasó hasta la policía secreta. Nito, Sisi, Inma, Nano, Rafa, Goldfinger, Paco y Matías se decidieron por ciencias; el marqués, Teresa, Carmen, Ita y yo por letras. Nito e Inma empezaron a salir juntos y a mí me molestó. El marqués era el encargado de poner la música y yo de estar en el bar. Un día en que Nito estaba medio borracho, algo que hacía muy frecuentemente, se acercó al frágil mostrador y me pidió otro cubalibre. Le miré a sus inmensos ojos ahora turbios y como de humo y le dije que me parecía que se había olvidado del texto de la declaración. Nos insultamos y empezamos a pelear. Con la misma rapidez con que, en el patio del Instituto me tiró al suelo cinco años atrás, le vi como cogía la vieja navaja de cortar los limones y me traspasaba la mano izquierda con ella, mientras decía que no, que no se había olvidado ni de la declaración ni de la ceremonia de aquel día de Viernes Santo en la azotea de su casa. Levanté la mano y comencé a girarla como un faro que guiara barcos azules en charcos de sangre, salpicando el vestido de hilo blanco de Inma y la camisa de Nito, mientras la ginebra se coloreaba de un carmesí pálido y transparente.
Mi padre y el de Nito eran militares y compañeros en la Academia, y mi madre y la suya eran amigas. Sentado enfrente de ellos, con mi mano en un cabestrillo, me miraban inquisidores. –Es inútil que lo niegues, Norio –decía el padre de Nito que era temido por su férreo carácter–, lo sabemos todo. Fue mi hijo quien te hirió... –...Norio, no seas terco –terció enfadada mi madre–, tú no te pudiste hacer esa herida, ¿por qué no nos dices la verdad? Tenemos un compromiso y vamos a llegar tarde por tu culpa. ¡Vamos, acaba de una vez! –Se cree muy listo –dijo mi padre con fastidio e indiferencia–. Llegaremos tarde por su culpa. Como si por defender a Nito fuera a ser más hombre. Se fueron los cuatro al compromiso. Nito se quedó conmigo y por primera vez leímos juntos a César Vallejo. Y nos emborrachamos. Cuando el comisario Romeral, un tipejo miope, bajito, con grandes ojeras y bigotito hitleriano, me preguntó por cuarta vez que si estaba seguro de que fui yo quien herí de gravedad al policía Hilario Díaz, natural de Retalba, destinado en Madrid, casado y con tres hijos, le dije que sí. – ¿Seguro? Mira que por ser hijo de quien eres me estoy aguantando, aunque ya me ha dicho tu padre que eres un hijo de puta y un anarquista y que si hay que joderte que lo hagamos. Pero otro gallo te cantaría si colaborases con nosotros. Sabemos que eres un cabecilla en la universidad y sabes nombres y células y organizaciones y nos podías ayudar. Por última vez, ¿quién fue? –Fui yo, comisario. Se levantó de la silla, se aseguró las gafas, rodeó la mesa lentamente, su dedo anular deslizándole sobre la superficie, y de repente y un poco a traición me abofeteó la cara con tal furia que me tiró al suelo; al golpearme la cabeza con la mesa sonó un ruido hueco y sordo por toda la habitación. –Luego irás diciendo que te maltraté... Escucha, hijo puta, sé que no fuiste tú el asesino y te lo voy a demostrar. ¿Por qué coños te empeñas en cubrir al verdadero cabrón que ha desgraciado la vida de un valiente servidor de la justicia? –Porque ese cabrón es mi amigo entero. –No seas chulo conmigo que te mato, desgraciao. En la primera foto se veía una figura borrosa, asomada en la baranda del primer piso de la universidad, con algo entre sus manos en ademán de arrojarlo; en la segunda aparecía un objeto macizo y cuadrado (era el cenicero del despacho del decano) en el momento de ser lanzado hacia un bulto gris que se ensañaba, en la planta baja, con otro bulto irreconocible y que era yo; la tercera era un primer plano del agresor. Debió ver mi cara de terror porque se colocó enfrente de mí y dando una patada con el tacón de su bota izquierda a la silla me tiró de nuevo al suelo. Al incorporarme, sintiendo como si me estuvieran serrando mis genitales, lo primero que vi fue un retrato del General que, maliciosamente, me sonreía. –Lo conoces ¿verdad? –Yo medio mareado por el dolor pensé que se refería a Franco–. Otro cabrón anarquista como tú. Pero me las va a pagar. El juicio, por un tribunal militar al que asistieron mi padre y el de Nito vestidos de gala y medallas, fue una farsa. El policía Díaz murió dos días después. A Nito le echaron cadena perpetua, cinco años para mí. Caminamos juntos desde la audiencia a la perrera para ser llevados a Carabanchel; al bajar al sótano y entrar en un pasillo estrecho y oscuro, Nito me dijo: – ¿Recuerdas el alfiler?





Tuesday, August 13, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 15

AVISO.Con este número 15, en un martes y 13, adelantando la hora de salida, les dejamos en paz por unos dias. Volveremos a finales de agosto con cinco cuentos más y con ellos se acabó el carbón.. Que lo poco agrada y lo mucho empalaga. Muchas gracias.
                                               

                                         

                                                   EL VASO DE LECHE

Mi abuela Teresa, que había vivido toda su vida en la casa de sus antepasados, se murió en la tarde lluviosa y fría de un Jueves Santo. Unos días antes me había dicho que la lluvia estaba borrando la sonrisa de Liú, la muñeca que mi abuelo, el comandante Honorio Orerrab, le trajo a su vuelta de Cuba, donde había ido a luchar en la guerra de independencia al mando de un batallón de campesinos. Con Liú se trajo su fracaso, una delgadez alarmante, una hondura marrón en sus ojos, un dejo de distancia en sus palabras, una cicatriz de soledad por su frente y un olor agobiante a tierra mojada en todo su cuerpo. Envueltas en una camisa de hilo purísimo, bordada con sus iniciales en azul Prusia, traía las medallas y la última bala; una cajita ovalada, con una inicial en la tapa, que contenía un mechón de pelo oscuro y sedoso; el rosario de alabastro de la bisabuela Carlota y, arropada en un fieltro negro, una tacita de café, frágil, leve y perfecta, adornada en su base con una cenefa azul y en el borde con una línea de plata, que, sin saber yo porqué, mi abuela adoraba; en la familia se conoce como la tacita de la guerra, y ahora está conmigo.      
El abuelo se fue a vivir a la finca y un año después, en una mañana de abril de un Sábado de Gloria, cuando los rosales estallaban su pólvora de vida sobre la pared encalada del jardín, después de recibir una carta de Cuba, puso en su vieja pistola la última bala y, acariciando el mechón de pelo, se llevó el arma a la sien. Fue tan violenta la trayectoria del proyectil que, una vez que atravesó el cráneo, surgió un chorro de sangre caliente que mi abuelo sintió en las mejillas, ensangrentando la pechera de la camisa de hilo con las iniciales en azul. La bala atravesó el cristal del ventanal y se incrustó en el olivo que cuarenta años atrás había plantado mi bisabuelo Honorio.  
          Yo vine a cambiar la soledad de mi abuela, que fue como mi madre. Un día de primavera me contó la historia de doña Truana: una lechera soñadora de final triste. Aquella noche soñé que yo era la lechera y que nunca se me caía el cántaro (que tenía forma de barco y era azul) porque lo llevaba muy bien agarrado, pero nunca encontraba el mercado y de pronto se hacía de noche y yo me perdía. Me seguía una sombra que a veces era la de una mujer y a veces la de un hombre. Por detrás de un olivo salía un joven que decía ser el marido de doña Truana aunque era Don Pruden, el maestro, el cual me cogía de la mano. Al darle la mía yo empezaba a tiritar, el cántaro se tambaleaba en mi cabeza y cuando parecía que se iba a caer me despertaba.  
          Para llegar a la vaquería había que bajar la cuesta de la calle del Ángel y torcer a la derecha hacia un callejón oscuro, sucio y con olor a establo. Mi abuela no me dejaba ir solo a comprar la leche. Un día amanecí con fiebre muy alta. La noche anterior tuve una sensación nueva, profunda, sofocante y extraña que, a la vez que me aprisionaba me daba libertad, que me empobrecía al mismo tiempo que me hacía poderoso, dueño de un secreto que a nadie contaría. Pero no tuve miedo porque pensé que había podido ser un sueño. Como había sido un buen enfermo “y porque ya eres todo un hombrecito” mi abuela me dejó ir solo a comprar leche. Ya bien del todo, casi al amanecer, cogí la botella azul, que yo imaginaba un barco, y me fui a la vaquería. El lechero, que a mí me recordaba al san Sebastián de la iglesia del barrio, me tenía preparado un vaso de leche recién ordeñada. De vuelta, subiendo la cuesta, recordando la mirada del lechero y de  lo que me sucedió aquella noche volví a sentir vida entre mis piernas. Un fuego incendió mi mirada, un flechazo cruzó por mis sienes y sentí un escalofrío; tropecé y me caí; se me rompió la botella, me corté una vena del brazo derecho y casi me desangro. Tengo en mi memoria, vívido y muy presente, cómo la sangre me brotaba caliente y a borbotones: pequeños animalitos que al resbalar velozmente por el brazo se ahogaban en la leche, formando, en mitad de la calle, un charco rojo y blanco con tonos rosas, por el que navegaban vidriados barcos azules. La calle estaba vacía. Don Pruden, el maestro, fue quien me auxilió. Mi abuela me compró una máquina de cine con la que jugamos durante mi convalecencia. La cicatriz principal, a pesar del tiempo transcurrido, tiene forma de un siete de gorda barriga; las otras tres son pequeñas iniciales.     
          Estuve sin ir al colegio durante un curso. Volver fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. Cuando mis compañeros supieron que mi brazo era como un animal muerto, se burlaban de mí y lo movían como si fuera un péndulo de trapo y me lo retorcían poniéndomelo detrás de la espalda. Lo que más me costó fue aprender a escribir con la mano izquierda. Ir al colegio era como ir a la guerra. De ella volvía cada día, como el comandante Orerrab volvió de la suya, con una amarga sensación de derrota, la mirada ausente y herido con mis cicatrices: perros salvajes que mordían mi carne a cada instante. 
           El 26 de mayo, el mismo día en que murió el dueño de la vaquería, la abuela me regaló la tacita de la guerra; antes me exigió que la le jurara que me casaría, que al primer hijo que tuviera le nombraría Honorio y que cuando éste cumpliera veinte años le pasaría la tacita.         
          Me di cuenta que la abuela sabía mi secreto y como el abuelo empecé a planear el suicidio.





Monday, August 12, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 14


                 

             

                                            ANGUILA DE MAZAPÁN        

Llamó para saber la dirección y me dijo sarcásticamente:
––Es que para mí todo lo que no sea Manhattan me parece el infierno…
Le dije que no le recordaba pero que era bienvenido y que el infierno se llamaba Brooklyn, que estaba a veinte minutos de Manhattan, que teníamos un metro a la puerta de casa y el barrio era conocido como Park Slope, una zona residencial, donde viven todos los “yuppies” de América.
      ––Empezaremos a las ocho, puede venir cuando quiera.
      Le di la dirección y colgué. Me quedé por un momento pensando en el sonido de su voz: metálica, amarga, vidriosa y lenta. Había bebido algo y pensé que era cosa mía. Seguí preparando la fiesta y a las siete y media llamó Zelia disculpándose; no vendría a la cena ya que su hermana Kasandra acababa de tener una hija. Pensé en lo oportuno de la niña al nacer en esta noche.
      A las ocho, puntuales como siempre, llegaron Honorio y Faro, una pareja de cincuentones a quienes yo quería mucho y que eran como los hermanos que nunca tuve. Llevan juntos treinta años y viven en una isla, rodeados de libros y música, con un enorme ventanal por el que ven pasar barcos de carga. Algo tímido de entrada, con unos luminosos ojos marrones, Faro es la persona con la que no me hubiera importado casarme de no haber encontrado a Kasta, mi compañera desde hace 15 años.
Honorio, en un momento, me cambió el orden de la decoración, me ayudó en la cocina, sacó la cristalería, encendió las velas y movió varias veces los cojines de la mecedora de Kasta. Faro fue al ordenador a abrir un attachment que no podía leer y que me había mandando una tal Parka24. Cuando Faro me dijo que el documento estaba vacío, pensé que me gastaba una broma. Yo podía leer claramente un mensaje en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones que me dejó profundamente perturbada.
Ellos sabían que era la primera Nochebuena que iba a pasar sin Kasta, que me dejó el siete de julio por un profesor dominicano veinte años mayor que ella. Observé la fuerza que Honorio ponía en quitarle importancia al momento y Faro hacía como que no se enteraba de la situación. La verdad es que desde que se fue Kasta tuve que empezar a tomar Prozac y desde entonces mi vida ha cambiado. Durante mucho tiempo quise suicidarme; el recuerdo, el olor y la risa de Kasta me torturaban. Pero llegué a olvidarla.
A las diez habían llegado todos los invitados y la casa empezó a cobrar vida con ruidos, risas, voces, olores y gritos. Los conté y éramos doce. El último en llegar fue Plasencia, un compañero mío de la universidad, excelente crítico de poesía, hombre callado y observador. Dos amigas toledanas que se sentaron en el sofá de mimbre y sólo se movieron para servir el postre que habían traído, a veces se miraban entre ellas y comentaban en voz baja. Enfrente, en la mecedora de Kasta, se sentó una mujer misteriosa, alta, seria, de edad imprecisa, que nadie conocía y que dijo llamarse Alfa. Sus ojos eran azules y su rostro semejaba a una gárgola de la catedral de Notre Dame de París. Honorio me dijo que le recordaba el verso de Pavese “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Al lado estaban Kike y Tony, dos peruanos que a mí me hacían poca gracia, pero que eran muy amigos de Honorio y Faro. Otra pareja, que no sabía muy bien de parte de quién venían y que hablaban en inglés se sentó en el sofá de la esquina y se pasaron la jornada bebiendo, comiendo, abrazándose y besándose con intensidad, a pesar de que la mujer era mucho mayor que él. Pegado a Alfa se sentó Omega, el de Manhattan. Era delgado, medio calvo, pálido, ojos hundidos, orejas y nariz pronunciadas, con manos de costurera, lento en moverse y con ademanes muy exquisitos. Hablaba poco y se pasaba el tiempo atendiendo a Alfa con la que había venido a la fiesta, siendo su relación con ella servil y sumisa. De vez en cuando, Omega preguntaba cómo se decía tal o cual palabra en español, porque “lo he olvidado todo ya que llevo mucho tiempo expulsado de mi país…”  Parecía vacío, decadente, siniestro, sin género, podía ser un ángel o un demonio, una babosa del Paraíso Terrenal o un gusano en la boca de uno de los Borgias, una momia egipcia o una muñeca inca, el perro de Las Meninas o una máscara de un actor en una tragedia de Sófocles.
 Lo que le llamó la atención a Honorio fue la botella que trajo que parecía única y valiosa: tenía algo de ánfora griega, de pebetero persa, de botella del Renacimiento o de vasija de las bodas de Canaan. Nadie bebió de su contenido y solo yo acepté la invitación. Observé sonreír a Omega y Alfa cuando bebía. En varias ocasiones al mirar a ésta vi que me sonreía como lo hacía Kasta y en una ocasión noté cómo se llevaba la mano derecha a sus pechos de la misma manera que también hacia Kasta. Durante un momento pensé que era ésta quien estaba allí, que había vuelto, pero lo achaqué a todo lo que había bebido.
Las hermanas toledanas, distantes, muy propias y exquisitas se levantaron un momento para servir el postre que habían traído. Al destapar la caja redonda todos vimos una anguila de mazapán de Toledo con ojos de cristal azul, lengua verde, cuerpo retorcido adornado con frutas escarchadas, dibujos medievales, signos cabalísticos y en la cola, con sangre de paloma matada al alba, la primera y última letras del alfabeto griego. La hermana mayor, alta, huesuda y hierática, cortaba la serpiente, mientras que la otra, que bien hubiera podido ser la hermana de La lozana andaluza o sobrina de La Celestina, repartía las porciones que nadie comió. Cuando llegó mi turno, la hermana mayor dijo con voz de plomo y fuego: “Para ella el corazón.” Al clavar la navaja damasquinada con oro y piedras preciosas, un olor a azufre y cuerpos quemados se apoderó de la habitación y de los ojos de la serpiente saltó un chorro de lava y humo carbonizado. Sólo yo acepté un pedazo.
El primero en irse fue Plasencia que dijo poco en toda la noche. Sólo le vi hablando con Honorio de poesía. Con Plasencia se fueron Faro y Honorio. Tenían que ir al día siguiente a un funeral de alguien que todavía no había muerto, pero que esa noche iba a morir y ellos serían avisados al llegar a su casa. 
      Yo seguí bebiendo y no sabía muy bien qué decía ni hacía. Se me nublaba la vista y al mirar por la ventana sólo vi la noche como un cristal agrietado de sombras. Fui al cuarto de baño. Me miré en el espejo, me vi despeinada, demacrada, mis intensos ojos azules eran ahora dos manchas rojas que me lo oscurecían todo. Me pasé una mano por los pechos y se hundió dentro de la blusa de seda que olía a naftalina y a tiempo viejo. Recordé mi primer amor, Irma, mi compañera de clase con la que pasé aquel verano del 69 tan feliz, amándonos a escondidas; recordé a Raúl, el padre de mi hijo con el que viví en Barcelona durante siete años; recordé la noche en que mi hijo Isaías me fue arrancado de mis manos por un grupo de militares y arrojado más tarde al océano desde un avión, con plomo en sus pies, por los asalariados de la Junta Militar de Argentina, y, sobre todo, recordé a Kasta en la mecedora en aquellas tardes de miel y amor… ¿O era Alfa?
  Cuando salí a la sala no había nadie. Un silencio total me rasgó los oídos. Las risas, las voces y el brillo de la noche habían desaparecido. Una oscuridad me quemaba los labios. Tenía calor. Sudaba. Me asfixiaba. Tropecé. Me acerqué a tientas a la mecedora y allí me esperaba la noche que ardía. 
Cuando Honorio y Faro llegaron a su casa, al abrir el ordenador vieron que cada uno de ellos tenía un e–mail firmado por Parka24 con texto en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones. El de Honorio hablaba de muerte y el de Faro de vida. En el silencio de la madrugada que empezada a clarear, una voz lejana y vieja, cantaba con acento desgarrador:

                          La Nochebuena se viene,
                         la Nochebuena se va
                         y nosotros nos iremos
                         y no volveremos más.

Sunday, August 11, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 13


                                     

                                       


                                                   TODO EL TIEMPO DEL MUNDO

          El sábado se levantó tarde y feliz, como todos los fines de semana. El domingo eran las once cuando se despertó. Por la noche cambió la costumbre de acostarse pronto porque al día siguiente siempre tenía que madrugar. Eran las dos de la madrugada y todavía estaba levantado entretenido en la Internet. El lunes, el primer lunes de una nueva vida, se levantó a las diez. Había pensado poner los tres despertadores a las seis de la mañana que sonaran, apagarlos con placer y seguir durmiendo, pero no lo hizo. Desayunó despacio, como hacía siempre y se pasó en el cuarto de baño casi una hora donde se recreaba en la limpieza de los pocos dientes que le quedaban, en el lustre de la dentadura postiza que dejaba metida en líquido toda la noche, en el recorte de los pelillos de las narices o de los oídos, en afeitarse en dos tandas, en limpiar, poner el líquido a las lentillas, cerrar a rosca las cajitas redondas, guardarlas en la estantería de arriba del armario y pasarse un cepillo redondo con púas de plástico por los cuatro pelos que le quedaban. Luego se vistió, hacía mucho frío, y salió a correos a enviar el page que pertenecía a la compañía. Sin el peso del page se sintió más ligero. Observó que la mañana tenía otro ritmo a la del sábado o a la del domingo y que la gente era otra. La cola en el correo no era como la de los sábados, siempre larga e interminable. Hoy había una mujer con un montón de sobres con tarjetas de navidad, un viejo que compró cinco cuadernillos de sellos, dos muchachos con el pelo al cero y chaquetones de cuero que reían  y una joven con un paquete urgente de una tienda muy conocida de Manhattan. Se preguntó qué haría tanta gente sin trabajar o al menos en la calle, en el correo, en los cafés, en el supermercado donde entró a comprar leche, una docena de huevos y pan rallado para hacer unas hamburguesas de carne de pavo. Salió y sintió el frío en la cara. Como llevaba un gorro de lana que le tapaba hasta las orejas, gafas oscuras y un jacket azul de plumas cuando se miró en el cristal de un escaparate no se reconoció y pensó que no estaba mal para ser un jubilado en su primer día de libertad. Ni la bolsa con las cosas que había comprado apenas le pesaba.
          Le llamaron la sobrina que vivía en San Francisco y unos amigos para saber cómo se encontraba. A todos les decía lo mismo: Estoy contento, feliz de no tener que ir a trabajar. Y comentó, no se sabe si como justificación o sentimiento verdadero, que se alegraba porque hoy hacía frío, que este invierno iba a ser de los peores, que se anunciaba una huelga en el metro, que la United, la compañía de aviación, se había declarado en huelga y que la nieve no se había derretido todavía a pesar de que había salido el sol. Comió en la cocina lo que  por muchos años se llevó a la oficina: un bocadillo de pasta de garbanzos en pan de molde, pero hoy se calentó el pan y le supo mejor. Abrió una botella de vino de Bullas que se llamaba “Las rejas” que a él se le antojó como una metáfora de su libertad. Era un vino fuerte, joven, sin apenas tiempo en su olor que dejaba una lámina rosa en la copa y olía a brezo y a tierra mojada. El sol entraba por la ventana de la cocina y se posaba encima de una pera a la que parecía cortar en dos, sobre dos manzanas verdes que plateaba para luego torcerse y entrar en la copa de vino que incendiaba. Dejó los platos sucios en el fregadero. “Los fregaré mañana”, dijo. En la alcoba se desnudó, pero tuvo frío y se puso un pijama. Conectó la computadora, leyó el correo, los periódicos,  trabajó en una página que estaba haciendo y escribió cinco de las cuarenta tarjetas de navidad que tenía que mandar a España. Luego llamó al cardiólogo para cambiar una cita que tenía para el miércoles de la semana próxima. “Cuanto antes, mejor y así descuido...” La enfermera le dijo que no había problema. Hacía una semana que el médico de cabecera le había encontrado, en unas pruebas que le hicieron en las que tuvo que llevar unos chupones adheridos en el pecho que respondían a un monitor que se colgaba de un cinto, una cicatriz en el corazón, como si en alguna ocasión le hubiera dado un ataque cardiaco y él no se hubiera dado cuenta. Cuando atardeció se reclinó en el sofá a ver cómo llegaba la noche. Sentado en el sillón se le echó la noche encima y nadie llamó a la puerta. Sintió frío y se levantó. La habitación estaba oscura, sólo iluminada por la luz que entraba entre las rendijas de las persianas. Oyó el frenazo de un coche y después la sirena de una ambulancia. Se acercó a la cocina y se preparó un té. Miró el reloj que le apretaba en la muñeca y se dio cuenta que eran las tres de la madrugada. Sintió hambre y se preparó una sopa de sobre y una hamburguesa que acompañó con una copa de vino tinto. Le entraron prisas por irse a la cama creyendo que al día siguiente tendría que levantarse a las seis. Cuando recordó que estaba jubilado sintió alegría y se hizo un café. Pensó que ya no iba a necesitar más el reloj que siempre llevaba puesto, incluso los fines de semana. Se lo quitó y lo dejó encima del frigorífico donde tenía las quince pastillas que tomaba cada mañana. Se oían ruidos leves que venían del piso de arriba, algún frenazo, el ladrido de un perro, la sirena de la policía. Se asomó a la calle, desde donde se veía el perfil de Manhattan, y vio algunas ventanas encendidas en los edificios de enfrente. Pensó que a lo mejor también eran jubilados, como él o enfermos, o gente haciendo el amor o viendo la televisión o preparándose para ir a trabajar o alguien muriéndose… Giró la cabeza hacia la derecha y se encontró a lo lejos con la silueta iluminada de la ciudad, algo brumosa, un poco difuminada. La niebla cortaba el Empire State por la mitad y la ciudad parecía como chata y más pequeña. Un autobús que frenó bruscamente en el semáforo en rojo le hizo mirar al conductor que era negro. El autobús iba vacío. Fregó los cacharros de la cena, iba a preparar el bocadillo para el día siguiente cuando volvió a recordar que estaba jubilado. Se fue a la alcoba y sintió frío. Por entre las rendijas del aire acondicionado entraba un aire helado. Abrió la calefacción, cosa que solo había hecho algún sábado cuando tenía a alguien en la cama.
          Ahora estaba solo. Se acercó a la mesa y miró la hoja de papel donde había escrito la nueva  fecha de la visita al cardiólogo. No se le iba lo de la cicatriz en el corazón y desde que lo supo le entró diarrea, dolor de cabeza y angustia que le desaparecieron cuando el viernes a las once y media le llamó el jefe para decirle que era su último día en el trabajo. Se quedó callado por un momento y luego dijo: “Lo estaba esperando. Ahora me queda por delante todo el tiempo del mundo”. Firmó varios papeles y volvió a su cubículo donde se puso a leer los periódicos del día y a comerse el sándwich de pasta de garbanzo. A las dos recogió algunas cosas que tenía con él desde cuando entró a trabajar, hace ya 26 años: una regla metálica, una jarra de loza con la inicial J, una radio que le dieron en un banco al abrir una cuenta corriente que cerró a los seis meses, dos cajas metálicas de té que compró en Londres y que iba rellenando de té a granel que conseguía en el Barrio Chino los fines de semana, dos navajas y unas fotos. La radio le acompañó todo este tiempo y siempre en la emisora de música clásica. La jarra fue el regalo de una compañera y la regla la había encontrado en el cajón de la  primera oficina. Dejó todo lo demás. Quería volver a casa ligero de cosas que luego tendría que tirar a la basura o dejar que se llenaran de polvo en la oscuridad del closet. Antes de salir de su cuarto de la oficina miró la ciudad que, lejana, se ofrecía luminosa y abierta. Recordó un once de septiembre cuando parecía que se iba acabar el mundo.
             El viaje a casa le pareció interminable. Intento dormir pero no pudo. Se levantó, encendió la computadora y leyó el correo. Tenía cinco: uno cómo alargar su pene, otro cómo comprar Viagra, otro cómo sacarse un Ph.D. por correo electrónico, otro la dirección de una página pornográfica y el último de un amigo de España que le decía que iba a venir a Nueva York y le preguntaba si podría quedarse en su casa. Miró a través de las rendijas de la persiana y vio que amanecía, una línea de luz roja, débil, casi rosa, aparecía por entre el edificio del Empire State. Volvió a sentir frío y oyó el ruido del repartidor del periódico cuando arrojó el suyo contra la puerta del apartamento. “Lo leeré mañana”, dijo. Sin darse cuenta que ya era mañana.     
          Fue al cuarto de baño donde se pasó una hora con la liturgia de limpieza. Antes de ponerse el pijama se pasó la mano por el pecho, se cogió el pene, estiro la piel del prepucio que apareció rojo y algo irritado. Se miró los testículos rascándose el derecho con fuerza. Su vientre terso brillaba. Al entrar en la alcoba ya era de día. Se acostó y se quedó dormido enseguida. Soñó que llegaba tarde al trabajo por culpa de la huelga del metro, que el cardiólogo era  el jefe que le había despedido y que alguien llamaba a la puerta. Se despertó con el ruido del interfono que sonaba desde la portería. 
    Tres semanas después hizo dos cosas que él consideró importantes: de los siete despertadores que tenía encima de la mesilla de noche dejó solamente el radio reloj y vaciando la cartera de cuero negro que dejaba siempre al lado de la mesilla y que llevó al trabajo por muchos años, la guardó en el fondo del armario. De ella sacó algunas cosas innecesarias que se había traído y que ahora no sabía qué hacer con ellas: dos reglas de madera y una de metal, un diccionario de portugués, una bolsa y tartera de plástico donde llevaba el bocadillo y la fruta para el almuerzo, un mapa del metro, tres billetes del autobús sin usar, unas llaves que no recordaba de donde eran y una caja de plástico con siete pequeños compartimentos con doce pastillas para cada día de la semana.
      Se fue levantando y acostándose cada vez más tarde. Las llamadas de sus compañeros ya no eran tan numerosas como al principio. Ahora recibía algunos correos electrónicos y nada más. Comía a las 5 de la tarde y cenaba a las 12 de la noche y bebía café a menudo. Se prometió empezar a limpiar los armarios que estaban llenos de cajas, recuerdos, papeles y ropa que ya no servían, pero prefirió dejarlo para año nuevo. “Total, -se dijo- solamente quedan dos días”. Empezaría el 2003 ejerciendo de jubilado total. 
          El viernes salió a la una y media a la biblioteca a sacar unos DVDs y unos CDs y, de paso, a comprar en el Key Food el suministro, como él lo llamaba,  para la semana. Pidió que se lo llevara “el chico dominicano que se llama Willie”. Ahora todos los días de la semana le parecían sábados o domingos, hasta un lunes que siempre tenía cara de lunes o un martes que era igual de árido que el lunes. Al volver el portero le dio un paquete y cogió el correo. Pensó que ya no tenía tantas cuentas que pagar.                     
          Entre las cartas, que ojeo en el ascensor, vio una del gobierno que le mandaba el primer cheque de jubilado. Ya en la cocina, sentado en la mesa junto a la ventana, con un fondo lejano de Manhattan, puso el sobre gris  debajo de las cartas para leerlo el último. Fue abriendo, lentamente, las otras cartas que eran, principalmente, felicitaciones de navidad que llegaban retrasadas o venían de Europa. La mayoría mencionaban la jubilación. En todas había una cierta lástima, idea que él no captó. Se hizo café y se fue al reclinable. Lo extendió y se arropó con una manta robada a Delta en uno de sus muchos viajes a Europa. Le olió a gasolina y se la retiró de la nariz. Se estaba quedando dormido cuando el timbre de la portería sonó, anunciando que si Willie podía subir que traía el “delivery”.
          La noche de fin de año la pasó solo. Le habían invitado los vecinos del piso undécimo, pero les mintió diciéndoles que se iba a Miami. Cenó a las once y a las doce menos cinco encendió el televisor para ver la caída de la bola desde Times Square. Sintió lástima por la multitud que apiñada pasaba frío. Abrió una botella de Moet Chandon que le habían regalado por su cumpleaños hacia un mes y medio. Por nada del mundo saldría en una noche como esta. “La gente debe estar loca”, pensó. A la segunda copa, ya el nuevo año en movimiento, recordó las noches en las que él había salido, yendo a Manhattan en el metro con nieve y con calores, con viento y lluvias. Entonces tenía treinta años menos. O las otras noches en Inglaterra, cuando estuvo trabajando de camarero, en las que amanecía durmiendo en camas que no eran la suya con cuerpos de una noche. O las primeras noches en Habana cuando descubrió la urgencia que le corría por su cuerpo. Se quedó dormido en el sofá, la tercera copa sin terminar, la botella abierta y la televisión encendida.
          Pasaron los días y un lunes echó de menos la oficina, los compañeros y la vista de Manhattan que veía desde la ventana de su despacho. Y sintió una honda preocupación de malestar y melancolía. De pronto se dio cuenta, pero ya era demasiado tarde, que su vida había pasado muy rápidamente siempre alrededor del trabajo. Quiso no tener todo el tiempo del mundo que le ardía en sus manos.  ¿Qué haría ahora que se sentía solo? Notó que su corazón trotaba con un nuevo galope. Tuvo miedo de no tener a nadie y sin saber por qué se echó a llorar.