El sábado se levantó tarde y feliz, como todos los fines de semana. El domingo eran las once cuando se despertó. Por la noche cambió la costumbre de acostarse pronto porque al día siguiente siempre tenía que madrugar. Eran las dos de la madrugada y todavía estaba levantado entretenido en la Internet. El lunes, el primer lunes de una nueva vida, se levantó a las diez. Había pensado poner los tres despertadores a las seis de la mañana que sonaran, apagarlos con placer y seguir durmiendo, pero no lo hizo. Desayunó despacio, como hacía siempre y se pasó en el cuarto de baño casi una hora donde se recreaba en la limpieza de los pocos dientes que le quedaban, en el lustre de la dentadura postiza que dejaba metida en líquido toda la noche, en el recorte de los pelillos de las narices o de los oídos, en afeitarse en dos tandas, en limpiar, poner el líquido a las lentillas, cerrar a rosca las cajitas redondas, guardarlas en la estantería de arriba del armario y pasarse un cepillo redondo con púas de plástico por los cuatro pelos que le quedaban. Luego se vistió, hacía mucho frío, y salió a correos a enviar el page que pertenecía a la compañía. Sin el peso del page se sintió más ligero. Observó que la mañana tenía otro ritmo a la del sábado o a la del domingo y que la gente era otra. La cola en el correo no era como la de los sábados, siempre larga e interminable. Hoy había una mujer con un montón de sobres con tarjetas de navidad, un viejo que compró cinco cuadernillos de sellos, dos muchachos con el pelo al cero y chaquetones de cuero que reían y una joven con un paquete urgente de una tienda muy conocida de Manhattan. Se preguntó qué haría tanta gente sin trabajar o al menos en la calle, en el correo, en los cafés, en el supermercado donde entró a comprar leche, una docena de huevos y pan rallado para hacer unas hamburguesas de carne de pavo. Salió y sintió el frío en la cara. Como llevaba un gorro de lana que le tapaba hasta las orejas, gafas oscuras y un jacket azul de plumas cuando se miró en el cristal de un escaparate no se reconoció y pensó que no estaba mal para ser un jubilado en su primer día de libertad. Ni la bolsa con las cosas que había comprado apenas le pesaba.
Le llamaron la sobrina que vivía en San Francisco y unos amigos para saber cómo se encontraba. A todos les decía lo mismo: Estoy contento, feliz de no tener que ir a trabajar. Y comentó, no se sabe si como justificación o sentimiento verdadero, que se alegraba porque hoy hacía frío, que este invierno iba a ser de los peores, que se anunciaba una huelga en el metro, que la United, la compañía de aviación, se había declarado en huelga y que la nieve no se había derretido todavía a pesar de que había salido el sol. Comió en la cocina lo que por muchos años se llevó a la oficina: un bocadillo de pasta de garbanzos en pan de molde, pero hoy se calentó el pan y le supo mejor. Abrió una botella de vino de Bullas que se llamaba “Las rejas” que a él se le antojó como una metáfora de su libertad. Era un vino fuerte, joven, sin apenas tiempo en su olor que dejaba una lámina rosa en la copa y olía a brezo y a tierra mojada. El sol entraba por la ventana de la cocina y se posaba encima de una pera a la que parecía cortar en dos, sobre dos manzanas verdes que plateaba para luego torcerse y entrar en la copa de vino que incendiaba. Dejó los platos sucios en el fregadero. “Los fregaré mañana”, dijo. En la alcoba se desnudó, pero tuvo frío y se puso un pijama. Conectó la computadora, leyó el correo, los periódicos, trabajó en una página que estaba haciendo y escribió cinco de las cuarenta tarjetas de navidad que tenía que mandar a España. Luego llamó al cardiólogo para cambiar una cita que tenía para el miércoles de la semana próxima. “Cuanto antes, mejor y así descuido...” La enfermera le dijo que no había problema. Hacía una semana que el médico de cabecera le había encontrado, en unas pruebas que le hicieron en las que tuvo que llevar unos chupones adheridos en el pecho que respondían a un monitor que se colgaba de un cinto, una cicatriz en el corazón, como si en alguna ocasión le hubiera dado un ataque cardiaco y él no se hubiera dado cuenta. Cuando atardeció se reclinó en el sofá a ver cómo llegaba la noche. Sentado en el sillón se le echó la noche encima y nadie llamó a la puerta. Sintió frío y se levantó. La habitación estaba oscura, sólo iluminada por la luz que entraba entre las rendijas de las persianas. Oyó el frenazo de un coche y después la sirena de una ambulancia. Se acercó a la cocina y se preparó un té. Miró el reloj que le apretaba en la muñeca y se dio cuenta que eran las tres de la madrugada. Sintió hambre y se preparó una sopa de sobre y una hamburguesa que acompañó con una copa de vino tinto. Le entraron prisas por irse a la cama creyendo que al día siguiente tendría que levantarse a las seis. Cuando recordó que estaba jubilado sintió alegría y se hizo un café. Pensó que ya no iba a necesitar más el reloj que siempre llevaba puesto, incluso los fines de semana. Se lo quitó y lo dejó encima del frigorífico donde tenía las quince pastillas que tomaba cada mañana. Se oían ruidos leves que venían del piso de arriba, algún frenazo, el ladrido de un perro, la sirena de la policía. Se asomó a la calle, desde donde se veía el perfil de Manhattan, y vio algunas ventanas encendidas en los edificios de enfrente. Pensó que a lo mejor también eran jubilados, como él o enfermos, o gente haciendo el amor o viendo la televisión o preparándose para ir a trabajar o alguien muriéndose… Giró la cabeza hacia la derecha y se encontró a lo lejos con la silueta iluminada de la ciudad, algo brumosa, un poco difuminada. La niebla cortaba el Empire State por la mitad y la ciudad parecía como chata y más pequeña. Un autobús que frenó bruscamente en el semáforo en rojo le hizo mirar al conductor que era negro. El autobús iba vacío. Fregó los cacharros de la cena, iba a preparar el bocadillo para el día siguiente cuando volvió a recordar que estaba jubilado. Se fue a la alcoba y sintió frío. Por entre las rendijas del aire acondicionado entraba un aire helado. Abrió la calefacción, cosa que solo había hecho algún sábado cuando tenía a alguien en la cama.
Ahora estaba solo. Se acercó a la mesa y miró la hoja de papel donde había escrito la nueva fecha de la visita al cardiólogo. No se le iba lo de la cicatriz en el corazón y desde que lo supo le entró diarrea, dolor de cabeza y angustia que le desaparecieron cuando el viernes a las once y media le llamó el jefe para decirle que era su último día en el trabajo. Se quedó callado por un momento y luego dijo: “Lo estaba esperando. Ahora me queda por delante todo el tiempo del mundo”. Firmó varios papeles y volvió a su cubículo donde se puso a leer los periódicos del día y a comerse el sándwich de pasta de garbanzo. A las dos recogió algunas cosas que tenía con él desde cuando entró a trabajar, hace ya 26 años: una regla metálica, una jarra de loza con la inicial J, una radio que le dieron en un banco al abrir una cuenta corriente que cerró a los seis meses, dos cajas metálicas de té que compró en Londres y que iba rellenando de té a granel que conseguía en el Barrio Chino los fines de semana, dos navajas y unas fotos. La radio le acompañó todo este tiempo y siempre en la emisora de música clásica. La jarra fue el regalo de una compañera y la regla la había encontrado en el cajón de la primera oficina. Dejó todo lo demás. Quería volver a casa ligero de cosas que luego tendría que tirar a la basura o dejar que se llenaran de polvo en la oscuridad del closet. Antes de salir de su cuarto de la oficina miró la ciudad que, lejana, se ofrecía luminosa y abierta. Recordó un once de septiembre cuando parecía que se iba acabar el mundo.
El viaje a casa le pareció interminable. Intento dormir pero no pudo. Se levantó, encendió la computadora y leyó el correo. Tenía cinco: uno cómo alargar su pene, otro cómo comprar Viagra, otro cómo sacarse un Ph.D. por correo electrónico, otro la dirección de una página pornográfica y el último de un amigo de España que le decía que iba a venir a Nueva York y le preguntaba si podría quedarse en su casa. Miró a través de las rendijas de la persiana y vio que amanecía, una línea de luz roja, débil, casi rosa, aparecía por entre el edificio del Empire State. Volvió a sentir frío y oyó el ruido del repartidor del periódico cuando arrojó el suyo contra la puerta del apartamento. “Lo leeré mañana”, dijo. Sin darse cuenta que ya era mañana.
Fue al cuarto de baño donde se pasó una hora con la liturgia de limpieza. Antes de ponerse el pijama se pasó la mano por el pecho, se cogió el pene, estiro la piel del prepucio que apareció rojo y algo irritado. Se miró los testículos rascándose el derecho con fuerza. Su vientre terso brillaba. Al entrar en la alcoba ya era de día. Se acostó y se quedó dormido enseguida. Soñó que llegaba tarde al trabajo por culpa de la huelga del metro, que el cardiólogo era el jefe que le había despedido y que alguien llamaba a la puerta. Se despertó con el ruido del interfono que sonaba desde la portería.
Tres semanas después hizo dos cosas que él consideró importantes: de los siete despertadores que tenía encima de la mesilla de noche dejó solamente el radio reloj y vaciando la cartera de cuero negro que dejaba siempre al lado de la mesilla y que llevó al trabajo por muchos años, la guardó en el fondo del armario. De ella sacó algunas cosas innecesarias que se había traído y que ahora no sabía qué hacer con ellas: dos reglas de madera y una de metal, un diccionario de portugués, una bolsa y tartera de plástico donde llevaba el bocadillo y la fruta para el almuerzo, un mapa del metro, tres billetes del autobús sin usar, unas llaves que no recordaba de donde eran y una caja de plástico con siete pequeños compartimentos con doce pastillas para cada día de la semana.
Se fue levantando y acostándose cada vez más tarde. Las llamadas de sus compañeros ya no eran tan numerosas como al principio. Ahora recibía algunos correos electrónicos y nada más. Comía a las 5 de la tarde y cenaba a las 12 de la noche y bebía café a menudo. Se prometió empezar a limpiar los armarios que estaban llenos de cajas, recuerdos, papeles y ropa que ya no servían, pero prefirió dejarlo para año nuevo. “Total, -se dijo- solamente quedan dos días”. Empezaría el 2003 ejerciendo de jubilado total.
El viernes salió a la una y media a la biblioteca a sacar unos DVDs y unos CDs y, de paso, a comprar en el Key Food el suministro, como él lo llamaba, para la semana. Pidió que se lo llevara “el chico dominicano que se llama Willie”. Ahora todos los días de la semana le parecían sábados o domingos, hasta un lunes que siempre tenía cara de lunes o un martes que era igual de árido que el lunes. Al volver el portero le dio un paquete y cogió el correo. Pensó que ya no tenía tantas cuentas que pagar.
Entre las cartas, que ojeo en el ascensor, vio una del gobierno que le mandaba el primer cheque de jubilado. Ya en la cocina, sentado en la mesa junto a la ventana, con un fondo lejano de Manhattan, puso el sobre gris debajo de las cartas para leerlo el último. Fue abriendo, lentamente, las otras cartas que eran, principalmente, felicitaciones de navidad que llegaban retrasadas o venían de Europa. La mayoría mencionaban la jubilación. En todas había una cierta lástima, idea que él no captó. Se hizo café y se fue al reclinable. Lo extendió y se arropó con una manta robada a Delta en uno de sus muchos viajes a Europa. Le olió a gasolina y se la retiró de la nariz. Se estaba quedando dormido cuando el timbre de la portería sonó, anunciando que si Willie podía subir que traía el “delivery”.
La noche de fin de año la pasó solo. Le habían invitado los vecinos del piso undécimo, pero les mintió diciéndoles que se iba a Miami. Cenó a las once y a las doce menos cinco encendió el televisor para ver la caída de la bola desde Times Square. Sintió lástima por la multitud que apiñada pasaba frío. Abrió una botella de Moet Chandon que le habían regalado por su cumpleaños hacia un mes y medio. Por nada del mundo saldría en una noche como esta. “La gente debe estar loca”, pensó. A la segunda copa, ya el nuevo año en movimiento, recordó las noches en las que él había salido, yendo a Manhattan en el metro con nieve y con calores, con viento y lluvias. Entonces tenía treinta años menos. O las otras noches en Inglaterra, cuando estuvo trabajando de camarero, en las que amanecía durmiendo en camas que no eran la suya con cuerpos de una noche. O las primeras noches en Habana cuando descubrió la urgencia que le corría por su cuerpo. Se quedó dormido en el sofá, la tercera copa sin terminar, la botella abierta y la televisión encendida.
Pasaron los días y un lunes echó de menos la oficina, los compañeros y la vista de Manhattan que veía desde la ventana de su despacho. Y sintió una honda preocupación de malestar y melancolía. De pronto se dio cuenta, pero ya era demasiado tarde, que su vida había pasado muy rápidamente siempre alrededor del trabajo. Quiso no tener todo el tiempo del mundo que le ardía en sus manos. ¿Qué haría ahora que se sentía solo? Notó que su corazón trotaba con un nuevo galope. Tuvo miedo de no tener a nadie y sin saber por qué se echó a llorar.
No sabe uno, en verdad, si leer estos cuentos en verano o en invierno, cuando la lectura adquiere la compañía de una estufa encendida, de alguna castaña lejana, y de un brasero que ya no existe. Y si algo sabe hacer Hilario es detenerse en lo que transcurre en un instante que él retrasa a conciencia para que no termine de ocurrir lo que ya sabe que va a ocurrir. ¿Se habrá dado cuenta el persona del cuento que su equipaje más preciado era la soledad? ¿Y que la memoria se vuelve una especie de estiramiento de lo real, que se queda naufragando en su llanto? Esas son las maravillas narrativas de un escritor que no escatima esfuerzos en presentar la realidad en el movimiento lento de las agonías.
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