A VIRXE DO CRISTAL
Ragazas de Vilanova,
ben vos podedes gabar,
que non hay Virxe n–o mundo
como a Virxe d’o Cristal.
(Cantar do povo)
Mi abuelo Honorio compró la finca con el pazo llamado “La Retén” a la familia Polo, unos nuevos ricos asturianos, cuya única hija, Carmencita, se casó con un militar llamado Francisco, siendo Alfonso XIII padrino de la boda. “La Retén” fue construido a finales del XVIII por Marcos Crismaroli, un enciclopedista afrancesado, poeta, traductor de Aristóteles al gallego, inventor de un artilugio para transmitir imágenes y palabras a distancia y de una jaula donde mantener insectos vivos por miles de años.
Tenía el pazo un escudo nobiliario, un espacioso balcón lleno de flores, una escalinata que daba acceso a la parte alta de la casa y enfrente de la puerta principal una fuente con tres ángeles desnudos. Mi abuelo conoció a Manuel Murguía y conservaba en la ventana del comedor, en un marco de plata que compró en Florencia durante su luna de miel, el poema que Rosalía, con el cáncer devorándola, escribió una tarde de mayo:
Mayo longo..., mayo longo,
todo cuberto de rosas,
para algúns, telas de morte,
para outros, telas de bodas.
Mayo longo, mayo longo,
fuches corto para min,
veu contigo á miña dicha,
volveu contigo a fuxir.
Cientos de árboles frutales rodeaban la casona y una muralla maciza de piedra acotaba el recinto. A lo lejos el pueblo se disparaba, colina arriba, como una flecha mohosa de plata y verdín que apuntaba al cielo. A la entrada de la finca, rodeado de pinos jóvenes, manzanos de baja estatura, perales rechonchos y álamos esbeltos, había un pequeño oratorio con la imagen milagrosa de “A virxe do Cristal”, llamada así por el color cambiante de su mirada. Era un recinto iluminado por una luz verdosa que entraba a través de unas vidrieras torpes, las paredes encaladas, desnudas, un altar rematado con un retablo de madera policromada con escenas de la vida de Jesús, olor a velas y a hierba, a umbría y a bosque oscuro, bancos de madera rústica y en primera fila un par de reclinatorios con dos sillones forrados de terciopelo rojo. La pila del agua bendita, una réplica en pequeño de la que existe a la entrada de la Catedral de Santiago, fue una donación del párroco del pueblo y visitante de la capilla, Don Camilo Iria Flavia, agradecido a la virgen por su ayuda en la conversión al catolicismo de un famoso entomólogo ateo que vivía en Teo y que escribió obras, de las cuales después renegó, en las que atacaba a Dios, a la iglesia y a la virgen. El cura, que tenía fama de santo y de afeminado, llegó a ser arcipreste de la catedral de Toledo y a su muerte se habló de iniciar el proceso de canonización.
Carmencita, ya comprometida con Paquito, se acercaba a la capilla al atardecer, acompañada de sus padres y de un perro llamado Siete, a rezar por su novio. Una medalla que la ejemplar novia había dado a su prometido antes de que éste fuera destinado a Ceuta, fue el escudo protector que le salvó la vida, cuando una tarde de verano una bala traicionera iba derecha al corazón del teniente. La noticia corrió veloz y la fama de la virgen y la del tenientillo subieron como la espuma. La virgen fue visitada por el primado de España, cardenal Segura, proclamada capitana generala y llamada Nuestra Señora de Franco y Paquito llegó a ser generalísimo e intentó comprar de nuevo la finca sin conseguirlo.
Durante la algarada fascista del año 1936 mi abuelo, que era republicano, se puso el revólver en el cinturón, preparó el fusil, se rodeó de los perros y esperó. Una mañana de julio un grupo de falangistas con camisa azul, correaje cruzado en el pecho, pistolas, chulería, pelo lacio pegado al cráneo, saltaron por la puerta lateral, se detuvieron en la capilla y llegaron hasta la casa gritando “¡Arriba España!” “¡Viva Franco!”. Mi abuelo al verlos venir bajó sin prisas, abrió la puerta y les invitó a entrar. Ellos saludaron con el brazo derecho en alto y la mano extendida y con más gritos victoriosos. Después de una hora, los sublevados salieron y no volvieron más. No se sabe lo que pasó en ese tiempo. Mi abuelo siempre había respetado a todo el mundo. Ni en tiempos de la monarquía, ni de la república, ni del franquismo había prohibido a nadie que entrara a la capilla a venerar a la virgen o que cogiera frutos u hortalizas del huerto. Y no le parecía ni bien ni mal que la gente adorara a un trozo de piedra. De la salvación de mi abuelo por las hordas falangistas corrieron varias versiones. La más popular fue que había sido gracias a la virgen. Agustín de Foxá escribió un romance titulado “La virgen de los Falangistas” en el que contaba el milagro.
Mi padre que se había educado en Santiago y nunca estuvo interesado ni en la finca ni en el pazo se los vendió a “unos señores de Madrid” el 26 de mayo, el mismo día que yo cumplía dieciséis años y mi madre se separaba de nosotros para irse a vivir a Barcelona con un canónigo de la catedral de Tuy.
Yo fui criado por mi abuelo y me inculcó las mismas ideas republicanas. Ni me habían bautizado, ni había hecho la primera comunión y mi abuelo se negaba a que fuera a clases de religión. Por las tardes de verano, cuando estaba de vacaciones, me acercaba a la capilla con mi escopeta y usaba de blanco a la virgen y el niño. A veces los perdigones salían rechazados pero otros se quedaban incrustados en los pliegues de la estatua. Al contarle a mi mejor amigo lo que hacía le llamó “La virgen de los perdigones”.
En invierno procuraba llegar siempre a la finca antes de que anocheciera pero si me retrasaba y se me hacía tarde sabía que tendría que recorrer el largo camino y sólo de pensarlo el corazón me empezaba a temblar. Al acercarme a los portones me bajaba de la bici, abría la verja lateral y cerrándola de prisa me montaba de nuevo. Al pasar por la capilla no miraba hacia ella y pensaba en otras cosas, queriendo olvidar los ojos sin vida de la virgen llena de perdigones que me miraban furiosos y con cara de pocos amigos. La veía dando a su hijo mi tirachinas que sacaba de su túnica diciéndole que me tirara a la cabeza. Sentía el golpe de las chinas incrustándose en mi cerebro y me hacían perder el equilibrio y caerme de la bici. Los ángeles del retablo de cara fofa y pueblerina se convertían en murciélagos que revoloteaban a mi alrededor, haciendo todavía más negra la noche y el camino. Oía el batir de sus alas como espadas en la oscuridad. Voces en gallego me hablaban de la muerte y del infierno, de una presencia azul que, cuando me casara, siempre me acompañaría, como si fuera una segunda sombra. Y oía el ruido del mar que me aturdía y me llevaba con él. El camino se me hacia interminable y cuanto más pedaleaba más despacio iba la bicicleta y más miedo tenía. Me pesaban las piernas que parecían de trapo empapado de sombras y temor. Sentía que una jauría de perros salvajes, o tal vez eran lobos, me perseguía. Y una bandada de cuervos me sacaba los ojos y entraba dentro de mi camisa y se enredaba entre los radios de las ruedas de la bicicleta. Cualquier ruido me helaba la respiración. Sin saber, me hubiera gustado haber rezado y pedir perdón a la Virgen y le decía que me bautizaría y haría la primera comunión como todos mis compañeros de la escuela. Pero la virgen no me oía. Solo cuando al doblar un recodo de castaños veía la luz de la casa, mi corazón volvía a su ritmo normal y respirando hondo me olvidaba de todo. Llegaba sudoroso y corría al lado de mi abuelo al que abrazaba como si no lo hubiera visto en muchos años.
Los señores de Madrid a los que mi padre vendió la finca y con los que simpatizaba, resultaron ser los directivos de un poderoso grupo católico. Convirtieron la finca en una residencia para jóvenes adictos a la pía y ambiciosa corporación cambiándole el nombre de “La Retén” a “Camino”. A la virgen la trasladaron a la catedral de Barbastro donde la cubrieron con un manto rojo y gualda, la coronaron con una diadema de oro y piedras preciosas y la nombraron Nuestra Señora de la Obra. Así de disfrazada fue testigo en Roma en el proceso de canonización del fundador. Por intercesión de ella, el entonces beato consiguió el tercer milagro necesario para demostrar su santidad: Un hermafrodita cambió de sexo mientras dormía, después de que fuera aplicada en sus partes una reliquia del fundador.
Mi abuelo Honorio murió el día 21 de noviembre de 1975, al mismo tiempo que lo hacía el marido de Carmencita, ahora ya Doña Carmen. Venía de visitar unas tierras que tenía en la falda del monte Mouchiño cuando al entrar en la finca, Noite, el caballo, asustado por una luz metálica y fría que salió de la capilla, se desbocó en una carrera salvaje que mi abuelo intentó controlar inútilmente. Fue derribado al llegar al crucero románico que marcaba el cuarto de kilómetro en el camino. Lo encontré muerto, lleno de sangre, la frente hundida en el pico del segundo escalón, cuando pedaleaba a toda velocidad, sudoroso y temblando sintiendo las piedras del tirachinas del niño en mi cerebro que sangraba como el de mi abuelo.
Esa noche volví más tarde de lo normal porque conocí a Cristina. Siempre tengo la duda de que si hubiera llegado antes, hubiera podido salvar a mi abuelo.
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Cambio de formato porque dos lectores me han regañado por usar "esa letra de garratarilla". A
Sin duda, Hilario, que tienes el don de la escritura. Que no es algo que aparece de pronto como un milagro. Tu escribir refiere una vida vivida, guardada en la memoria, detenida en los parajes, extendida como un paisaje, resguardada para que nunca se haga ausencia. Los personajes se nos hacen familiares, Los territorios nos recuerdan nuestras propias travesuras. Si a eso le agregas tu asombro y tu capacidad de asombrar, el texto se derrama sobre uno, con sus sustos y sus miedos, con su coraje y sus huidas. Y nos dan ganas de ir a aprehender lo que nunca hicimos nuestro. En ese sentido eres un verdadero mago. Y leerte es una hermosa travesía. Gracias, nunca se cansará uno de dártelas, por tanto que nos entregas. Mi abrazo.
ReplyDeleteGenial, genial, genial. Me he divertido mucho.
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