Thursday, August 8, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 10


        

                                   MI DOSIA

Se murió de una angina de pecho mientras arrancaba unos tomates en el huerto que tenían a las afueras del pueblo. De haberlo sabido a tiempo hubiera ido al entierro porque yo seguía pensando en ella como la niñera que me hacía las coletas mejor que mi madre, me abrochaba el cuello del uniforme sin pellizcarme la piel, me ponía colonia Heno de Pravia en los lóbulos de las orejas sin hacerme cosquillas y me besaba cuando me dejaba a la puerta del colegio. Yo era, me decía, la madrina de la cuadrilla de toreros de mis tres hermanos que me precedían. Teodosia entró a casa en lugar de Rita, una joven rebelde y difícil que desapareció un día, llevándose el reloj de oro de mi madre. Teodosia tenía los ojos grandes, manos fuertes y duras, el pelo negro, tirante, recogido en un moño plano, un poco caído y siempre con un olor a hoguera y a mejorana. Yo la llamaba Dosia y con Dosia se quedó. Nadie diría que tuviera cuarenta años, lo que a mi madre le hacia albergar esperanzas de que ya no se casaría siendo una candidata perfecta para pasarse toda la vida con nosotros. El día después de mi primera comunión, que hice a los cinco años junto con mi hermano Carlos, mientras escuchábamos la radio en la cocina, vimos como mis padres y Teodosia entraban en el comedor y cerraban la puerta. Un rato después ella salió llorando y mi madre tenía cara de estar triste. Mi padre, que nunca exteriorizaba sus sentimientos, nos mandó a la cama y apagó la radio. Al mes siguiente Dosia nos abandonaba para casarse con Argimiro, un hombre de pueblo, calvo, lento de movimientos, cinco años mayor que ella y al que conoció un verano en el Paseo del Tránsito, donde vendía frutas de su huerto a los turistas que iban a ver la Casa del Greco y a donde Teodosia nos llevaba a mí y a mis hermanos a jugar. Odié a Argimiro por mucho tiempo porque me robaba a mi niñera que era como mi madre para mí. Cuando, pasados los años, un día lo vi sentado en mi despacho, su rostro oscuro de sol, los ojos llenos de lágrimas y dando vueltas a la boina entre sus manos agrietadas y grandes, pidiéndome ayuda para “nuestra” Teodosia que se encontraba mal, en ese momento le perdoné el robo de mi niñera. 
Sagrario vino en lugar de Teodosia y pasó a ser la niñera de mi hermano Alfredo que acababa de nacer. Lucía que nació el 13 de diciembre cuando yo tenía dos años, se encontró sin niñera, algo que ella siempre comentaba con rabia. Cuando Teodosia se fue de casa mi madre estaba embarazada con mi hermana María José. Dos años más tarde nació Fernando, el benjamín.
La casa donde nacimos mis siete hermanos y yo era casi una isla separada por el callejón de Bodegones y la calle de la Campana. Por detrás se alargaba y se unía a otras casas hasta llegar a la plaza de Valdecaleros. La casa era del siglo XVII y en ella habían vivido algunos canónigos de la Catedral a la que perteneció hasta que mis abuelos maternos la compraron. La fachada de ladrillos rojos, que el tiempo había descolorido, tenía un balcón, dos ventanas, un mirador muy pegado al tejado y adosado en una esquina, un azulejo con la imagen de San Idelfonso poniendo la casulla a la virgen, que en letras gastadas  decía: “Soy de la Capellanía de la Primada. 1717”. Años después, cuando mi padre murió en un accidente de coche a la salida de Villajoyosa, mis hermanos decidieron vender la casa. Ese día todos envejecimos un poco. Pasado el zaguán había un patio oscuro donde estaba el piso de verano. Unas escaleras estrechas nacían a la derecha y subían a los dos pisos que terminaban en una azotea cubierta donde casi se podía tocar la torre de la Iglesia. Nos entreteníamos en contar las habitaciones y nunca nos poníamos de acuerdo. Mi hermano Honorio decía que había 29. Lucía y yo que 27 y mis otros hermanos que 30. La casa era un laberinto con camaranchones, pasillos, habitaciones estrechas, habitaciones llenas de periódicos, habitaciones con una luz como de iglesia que guardaban un mundo ya pasado y olvidado: tres baúles, libros, muebles viejos, dos braseros, el sable de mi abuelo, el traje de boda de mi abuela, la Enciclopedia Jurídica de mi tío Fabián el abogado que mataron los rojos, como decía mi madre, en la guerra del 36.
Septiembre llegó suave y cambió el aire. Hubo que cerrar las ventanas, sacar las mantas, los jerséis y los abrigos que olían a polilla. Mi hermano Honorio no entendía cómo mis padres dejaban entrar el invierno en casa. Él pensaba que si se cerraran todas las ventanas el invierno no entraría. Le costaba creer que se fuera la luz del verano, la que entraba a la hora de la siesta por las rendijas de la ventana y se reflejaba en el techo trayendo, como si estuviéramos en el cine, las sombras de las pocas personas o algún perro que a esas horas pasaban por la calle.  Mis hermanos volvieron al colegio. Dosia se quedaba un poco más tranquila y hasta mi madre se sentaba un rato a escuchar la radio. Era lunes, un día brillante, con una luz de seda, limpia, como si hubiera llovido. Mi madre había ayudado a recoger la ropa de las camas y Dosia había calentado el agua y había llenado la pila donde lavaba. A las doce ya había terminado una tanda. Mi madre había pedido permiso a los vecinos de enfrente de casa para usar su azotea que era descubierta y era más grande que la nuestra. Dosia, después de lavar, con la ropa retorcida y colocada en un barreño bajaba a la calle, pasaba por debajo del balcón y metiéndose en el callejón de Bodegones subía a la terraza prestada. Ese día, después de que tenía todo preparado, me dijo: “Vengo enseguida, alhaja, no te mueves de aquí, sé buena”. Cuando ella cerró la puerta yo me fui corriendo al balcón. Mi madre seguía oyendo la radio. Vi a Dosia salir por la puerta, la vi en la calle con el barreño en la cadera, la llamé, ella me miró y me sonrió, me hizo un gesto como diciéndome que me esperara pero yo metí la cabeza entre los barrotes laterales del balcón y me tiré al vacío para irme con ella.
En la Casa de Socorro el médico de guardia, Don Wenceslao Nariño, que era conocido de la familia, sólo me encontró unas heridas producidas por el roce del bigudí al chocar en la acera contra una tapa metálica de riego. Mi madre creyó firmemente que había sido un milagro, porque ese día que era lunes, 25 de septiembre de 1950, la iglesia católica celebraba la fiesta de la Milagrosa y los ángeles me habían cogido y me habían dejado en el suelo. Mi hermano Honorio asoció este suceso a una poesía de José Selgas que se llamaba “La cuna vacía” y que venía en el libro de lecturas. El párroco de Santo Tomé, don Marcos Taracido, que luego llegó a ser obispo auxiliar de Mondoñedo–El Ferrol, celebró una misa en acción de gracias a la que asistió todo el vecindario. En la homilía mandó que “la niña milagrosa” fuera todos los años a la procesión de la Medalla Milagrosa que salía desde la iglesia de San Pedro Mártir. Cuando Dosia volvió y vio a un grupo de gente alrededor de mi madre, no sabía qué había podido ocurrir. Dicen que se pasó el día llorando culpándose del accidente.
Por eso digo que de haber sabido que se había muerto mi Dosia me hubiera gustado haber ido a su entierro.


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