EL TERCER DÍA
Cada vez que llegaba a eso de “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable” Josephine Caroglio se veía envuelta en una túnica blanca y resplandeciente ascendiendo a los cielos, ayudada por ángeles de melena rubia y enormes alas. Al día siguiente de cumplir los sesenta y cinco años y tras consultar con el párroco, decidió hacer testamento. Cuando el abogado, un feligrés amigo, la vio tan azorada le dijo que un testamento es como un paraguas, que cuando lo tienes no llueve. La idea de la lluvia la tranquilizó. Dejaba la casa a su sobrina que vivía en Minnesota y a la que no veía hacía mucho tiempo, los bonos, money markets y otras inversiones a la iglesia y pedía, eso sí, que la enterrasen en cristiana sepultura. Una semana después, el viernes, 19 de marzo, festividad de San José, moría al ser atropellada por un coche. Murió, con los nombres de Jesús y María en sus labios, al cruzar Smith Street después de haber asistido a misa de ocho.
Menuda, delgada, ágil, el pelo recogido en un moño, maestra durante casi cuarenta años en la escuela parroquial, dos ojitos azules y diminutos, la medalla del Corazón de Jesús sobre sus blusas de manga larga y cuello cerrado, Miss Caroglio pasó toda su existencia alrededor de la Iglesia. El momento estelar de su vida, que tantas veces contó, fue cuando a los veinte años la eligieron para representar a su parroquia en un viaje a Roma, que con motivo del Año Santo Mariano, iba a hacer la Diócesis de Nueva York. El viaje se efectuó en barco y duró quince días, llegando a Roma el día 14 de agosto, víspera de la Asunción de la Virgen. Cuando el cardenal Spellman la presentó al Vicario de Cristo en la tierra encarnado en la delgada y rígida figura de Su Santidad Pío XII, Josephine Caroglio, velo blanco de finísimo encaje en su cabeza y un rosario entre sus temblorosas manos, se postró de rodillas y besando el anillo del Pontífice se prometió a sí misma dedicar su vida a la Iglesia. Al llegar a Brooklyn cargada de medallas y cruces que repartió entre sus amistades, colocó en el comedor, al lado de la Última Cena de da Vinci, un cuadro con un pergamino color hueso con borla de colores en rojo y verde y la fotografía del Papa en la que Josephine Caroglio, humildemente postrada a los pies de Su Santidad, imploraba su Apostólica Bendición. La monjita que le cobró por el documento, incluido el envío por correo y el embalaje, resultó ser de Brooklyn.
Sin familia que la llorara ni la velara en la funeraria, el cuerpo de Josephine, envuelto en el hábito de la Orden Tercera, pasó el fin de semana solo. Nadie se acordaba de ella. El párroco y el abogado, ambos irlandeses, se habían ido a Dublín a celebrar el día de San Patricio. El dueño de la funeraria intentó ponerse en contacto con los familiares de la difunta, con la parroquia, con la policía. El lunes, a las ocho de la mañana, el cuerpo de Josephine Caroglio era incinerado y sus cenizas colocadas en una urna de loza blanca.
Un mes después de su muerte llegó la sobrina de Minnesota, vendió la casa y los muebles, regaló los libros a la escuela y se llevó con ella la urna de loza, las cruces, medallas, rosarios, el cuadro con la bendición del Papa y una estatuilla en bronce de un Cristo resucitado.
Con cuatros hijos, el marido alcohólico y sin trabajo, esta herencia de la tía de Brooklyn como la llamaban, alivió un poco la maltrecha situación económica. Colocaron las cosas que la sobrina se había traído de Brooklyn en el trastero de la casa que era grande y destartalada, con goteras en días de lluvia y corrientes en tiempo ventoso. A los dos meses se murieron la sobrina y el marido ahogados en el lago Demon, cuando éste, borracho, no pudo frenar a tiempo. Los hijos decidieron vender la casa y comprarse otra en la ciudad con más comodidades a la que se mudaron dos años después de la muerte de la tía de Brooklyn.
En The Eagle, el periódico local, en el mall, por los postes de la luz, en árboles y con tiza en el pavimento, anunciaron un mercadillo que se celebraría el fin de semana donde podrá comprar a precio de risa desde una cuchara hasta un cuadro del Papa. Para ayudarles a preparar los precios, etiquetas, costo de los objetos y a empaquetar lo que se llevarían a la casa nueva, pidieron ayuda a John McAgraiv, vecino y amigo de la familia. A sus sesenta años, John todavía estaba fuerte y, aunque soltero, tenía fama de mujeriego.
La venta fue un éxito. Prácticamente lo vendieron todo, incluidas las cruces, rosarios, medallas y hasta la Bendición Apostólica de Su Santidad que compró un joven judío que estaba escribiendo un ensayo sobre Pío XII y su falta de compromiso, en la Segunda Guerra Mundial, por no denunciar a Hitler como un criminal. Los chicos al pagar a John por su ayuda le dijeron que, además, cogiera lo que más le gustara antes de abrir las puertas a la gente que ya se amontonaba en la calle. Sin dudarlo, y como impulsado por una fuerza interior, se acercó a la urna llena de polvo, oscura y apagada y cogiéndola se la llevó a su pecho, muy cerca del corazón. Los cuatro huérfanos insistieron que cogiera algo más valioso, que eso era simplemente una urna vieja que su madre había comprado sabe Dios dónde. La urna había sido valorada en un dólar.
John tenía una casa modesta, trabajaba como cajero en el supermercado FoodSmart y vivía al día, pero no era feliz. Para serlo le faltaba una cosa que había perdido y de la que estaba orgulloso por el uso que había hecho de ella a lo largo de su vida. Desde hacía unos años notaba que sus erecciones eran cada vez más laboriosas. Le costaba mucho llegar a tener el pene erecto y mucho más una eyaculación. Para él la dureza del miembro era la medida de su vitalidad y de su hombría. Un hombre con un pene fláccido no era un hombre, pensaba. No sentirlo crecer cuando desnudo veía alguna película pornográfica y verlo caído como un pajarito muerto, le atormentaba.
Cuando John conoció, en la televisión, por primera vez la palabra Viagra le sonó mal. Le recordó a un detergente, o peor, a una marca de agua mineral. Luego en el supermercado volvió a verla durante una semana en la primera página de The National Enquirer. Curioso, leyó el artículo, pero cuando comenzó a estar interesado, se dio cuenta de que, económicamente, no podía darse ese lujo. Esto es para ricos, se dijo a sí mismo.
––Hace milagros, John –le dijo Arthur, el que le relevaba en el trabajo en el turno de tarde.
Sentado en la sala de su apartamento, la televisión encendida, el aire moviendo la cortina de flores de la ventana, el ladrido de un perro y la voz de Martha en el piso de al lado gimiendo de placer en la cama con uno de sus muchos amigos, John se fijó en la urna que encima de la televisión brillaba, pareciendo cobrar una luminosidad extraña, las flores llenas de polvo floreciendo, llenando la casa de un perfume a jazmines, como si alguien hubiera resucitado. .
El anticuario aunque elogió la urna, sólo dijo parte de la verdad. A John le repetía que sí, que era una pieza valiosa, pero que no era una pieza única y que a él le interesaba, pero no le interesaba, que le daría tanto y cuanto, pero que no estaba interesado. John, mirando una estatuilla de bronce de un Cristo resucitado que el anticuario tenía en una urna, aceptó el trato y contando una y otra vez el dinero salió de la tienda velozmente.
Tardó en llegar el paquete dos semanas. Leyó las instrucciones una y otra vez y las siguió al pie de la letra. Se duchó, se puso los slips negros, se peinó a lo Elvis Presley, cogió el viejo Ford y se fue a The Red House donde Rose, su imposible amor, trabajaba hacía muchos años. Estuvo en la barra con ella hasta que cerraron el bar.
–Espero que esta vez respondas mejor que las últimas veces –le dijo Rose mientras se pintaba los labios y se ajustaba el sostén. John no dijo nada, sólo sonrió.
La última vez que se fueron a la cama, era cierto, John se sintió impotente y humillado al no poder conseguir ni siquiera una mediana erección y encima Rose se negó a cobrarle. Esta vez no sólo se portó bien, sino que se sentía con el vigor de un joven de veinte años. Cuando acabó de penetrarla y llenarla por tercera vez, John dio un resoplido animal. Rose sintió un escalofrío y mirándole le vio pálido con los ojos muy abiertos y los labios tersos. Se le acercó a su pecho desnudo y escuchó su corazón en silencio. Lentamente recorrió con su mano temblorosa su cuerpo frío hasta llegar al pene, que sintió latiendo como un animalito asustado. Se lo tapó con la sábana. Miró a su alrededor, se vistió deprisa y sin hacer ruido salió a la madrugada.
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