AVISO.Con este número 15, en un martes y 13, adelantando la hora de salida, les dejamos en paz por unos dias. Volveremos a finales de agosto con cinco cuentos más y con ellos se acabó el carbón.. Que lo poco agrada y lo mucho empalaga. Muchas gracias.
EL VASO DE LECHE
Mi abuela Teresa, que había vivido toda su vida en la casa de sus antepasados, se murió en la tarde lluviosa y fría de un Jueves Santo. Unos días antes me había dicho que la lluvia estaba borrando la sonrisa de Liú, la muñeca que mi abuelo, el comandante Honorio Orerrab, le trajo a su vuelta de Cuba, donde había ido a luchar en la guerra de independencia al mando de un batallón de campesinos. Con Liú se trajo su fracaso, una delgadez alarmante, una hondura marrón en sus ojos, un dejo de distancia en sus palabras, una cicatriz de soledad por su frente y un olor agobiante a tierra mojada en todo su cuerpo. Envueltas en una camisa de hilo purísimo, bordada con sus iniciales en azul Prusia, traía las medallas y la última bala; una cajita ovalada, con una inicial en la tapa, que contenía un mechón de pelo oscuro y sedoso; el rosario de alabastro de la bisabuela Carlota y, arropada en un fieltro negro, una tacita de café, frágil, leve y perfecta, adornada en su base con una cenefa azul y en el borde con una línea de plata, que, sin saber yo porqué, mi abuela adoraba; en la familia se conoce como la tacita de la guerra, y ahora está conmigo.
El abuelo se fue a vivir a la finca y un año después, en una mañana de abril de un Sábado de Gloria, cuando los rosales estallaban su pólvora de vida sobre la pared encalada del jardín, después de recibir una carta de Cuba, puso en su vieja pistola la última bala y, acariciando el mechón de pelo, se llevó el arma a la sien. Fue tan violenta la trayectoria del proyectil que, una vez que atravesó el cráneo, surgió un chorro de sangre caliente que mi abuelo sintió en las mejillas, ensangrentando la pechera de la camisa de hilo con las iniciales en azul. La bala atravesó el cristal del ventanal y se incrustó en el olivo que cuarenta años atrás había plantado mi bisabuelo Honorio.
Yo vine a cambiar la soledad de mi abuela, que fue como mi madre. Un día de primavera me contó la historia de doña Truana: una lechera soñadora de final triste. Aquella noche soñé que yo era la lechera y que nunca se me caía el cántaro (que tenía forma de barco y era azul) porque lo llevaba muy bien agarrado, pero nunca encontraba el mercado y de pronto se hacía de noche y yo me perdía. Me seguía una sombra que a veces era la de una mujer y a veces la de un hombre. Por detrás de un olivo salía un joven que decía ser el marido de doña Truana –aunque era Don Pruden, el maestro–, el cual me cogía de la mano. Al darle la mía yo empezaba a tiritar, el cántaro se tambaleaba en mi cabeza y cuando parecía que se iba a caer me despertaba.
Para llegar a la vaquería había que bajar la cuesta de la calle del Ángel y torcer a la derecha hacia un callejón oscuro, sucio y con olor a establo. Mi abuela no me dejaba ir solo a comprar la leche. Un día amanecí con fiebre muy alta. La noche anterior tuve una sensación nueva, profunda, sofocante y extraña que, a la vez que me aprisionaba me daba libertad, que me empobrecía al mismo tiempo que me hacía poderoso, dueño de un secreto que a nadie contaría. Pero no tuve miedo porque pensé que había podido ser un sueño. Como había sido un buen enfermo “y porque ya eres todo un hombrecito” mi abuela me dejó ir solo a comprar leche. Ya bien del todo, casi al amanecer, cogí la botella azul, que yo imaginaba un barco, y me fui a la vaquería. El lechero, que a mí me recordaba al san Sebastián de la iglesia del barrio, me tenía preparado un vaso de leche recién ordeñada. De vuelta, subiendo la cuesta, recordando la mirada del lechero y de lo que me sucedió aquella noche volví a sentir vida entre mis piernas. Un fuego incendió mi mirada, un flechazo cruzó por mis sienes y sentí un escalofrío; tropecé y me caí; se me rompió la botella, me corté una vena del brazo derecho y casi me desangro. Tengo en mi memoria, vívido y muy presente, cómo la sangre me brotaba caliente y a borbotones: pequeños animalitos que al resbalar velozmente por el brazo se ahogaban en la leche, formando, en mitad de la calle, un charco rojo y blanco con tonos rosas, por el que navegaban vidriados barcos azules. La calle estaba vacía. Don Pruden, el maestro, fue quien me auxilió. Mi abuela me compró una máquina de cine con la que jugamos durante mi convalecencia. La cicatriz principal, a pesar del tiempo transcurrido, tiene forma de un siete de gorda barriga; las otras tres son pequeñas iniciales.
Estuve sin ir al colegio durante un curso. Volver fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. Cuando mis compañeros supieron que mi brazo era como un animal muerto, se burlaban de mí y lo movían como si fuera un péndulo de trapo y me lo retorcían poniéndomelo detrás de la espalda. Lo que más me costó fue aprender a escribir con la mano izquierda. Ir al colegio era como ir a la guerra. De ella volvía cada día, como el comandante Orerrab volvió de la suya, con una amarga sensación de derrota, la mirada ausente y herido con mis cicatrices: perros salvajes que mordían mi carne a cada instante.
El 26 de mayo, el mismo día en que murió el dueño de la vaquería, la abuela me regaló la tacita de la guerra; antes me exigió que la le jurara que me casaría, que al primer hijo que tuviera le nombraría Honorio y que cuando éste cumpliera veinte años le pasaría la tacita.
Me di cuenta que la abuela sabía mi secreto y como el abuelo empecé a planear el suicidio.
Cuando lo narrado y el narrar se conjugan en ese tiempo indefinido del siempre, la historia alcanza esos decibeles donde la palabra se hace dueña del escenario. Lo sentido y lo ocurrido se trenzan y el decir se siente libre de toda traba para ejercer su oficio de recolector de lo no dicho. La historia entonces es un engranaje de relojería soltando los hilos mágicos de una memoria tan vívida como el futuro y tan asombrosa como las espigas de un maizal. Sin duda que Hilario tiene el don de narrar y de sumergir al lector en “un charco rojo y blanco con tonos rosas, por el que navegan vidriados barcos azules. Nada más y nada menos.
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