Monday, August 12, 2019

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 14


                 

             

                                            ANGUILA DE MAZAPÁN        

Llamó para saber la dirección y me dijo sarcásticamente:
––Es que para mí todo lo que no sea Manhattan me parece el infierno…
Le dije que no le recordaba pero que era bienvenido y que el infierno se llamaba Brooklyn, que estaba a veinte minutos de Manhattan, que teníamos un metro a la puerta de casa y el barrio era conocido como Park Slope, una zona residencial, donde viven todos los “yuppies” de América.
      ––Empezaremos a las ocho, puede venir cuando quiera.
      Le di la dirección y colgué. Me quedé por un momento pensando en el sonido de su voz: metálica, amarga, vidriosa y lenta. Había bebido algo y pensé que era cosa mía. Seguí preparando la fiesta y a las siete y media llamó Zelia disculpándose; no vendría a la cena ya que su hermana Kasandra acababa de tener una hija. Pensé en lo oportuno de la niña al nacer en esta noche.
      A las ocho, puntuales como siempre, llegaron Honorio y Faro, una pareja de cincuentones a quienes yo quería mucho y que eran como los hermanos que nunca tuve. Llevan juntos treinta años y viven en una isla, rodeados de libros y música, con un enorme ventanal por el que ven pasar barcos de carga. Algo tímido de entrada, con unos luminosos ojos marrones, Faro es la persona con la que no me hubiera importado casarme de no haber encontrado a Kasta, mi compañera desde hace 15 años.
Honorio, en un momento, me cambió el orden de la decoración, me ayudó en la cocina, sacó la cristalería, encendió las velas y movió varias veces los cojines de la mecedora de Kasta. Faro fue al ordenador a abrir un attachment que no podía leer y que me había mandando una tal Parka24. Cuando Faro me dijo que el documento estaba vacío, pensé que me gastaba una broma. Yo podía leer claramente un mensaje en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones que me dejó profundamente perturbada.
Ellos sabían que era la primera Nochebuena que iba a pasar sin Kasta, que me dejó el siete de julio por un profesor dominicano veinte años mayor que ella. Observé la fuerza que Honorio ponía en quitarle importancia al momento y Faro hacía como que no se enteraba de la situación. La verdad es que desde que se fue Kasta tuve que empezar a tomar Prozac y desde entonces mi vida ha cambiado. Durante mucho tiempo quise suicidarme; el recuerdo, el olor y la risa de Kasta me torturaban. Pero llegué a olvidarla.
A las diez habían llegado todos los invitados y la casa empezó a cobrar vida con ruidos, risas, voces, olores y gritos. Los conté y éramos doce. El último en llegar fue Plasencia, un compañero mío de la universidad, excelente crítico de poesía, hombre callado y observador. Dos amigas toledanas que se sentaron en el sofá de mimbre y sólo se movieron para servir el postre que habían traído, a veces se miraban entre ellas y comentaban en voz baja. Enfrente, en la mecedora de Kasta, se sentó una mujer misteriosa, alta, seria, de edad imprecisa, que nadie conocía y que dijo llamarse Alfa. Sus ojos eran azules y su rostro semejaba a una gárgola de la catedral de Notre Dame de París. Honorio me dijo que le recordaba el verso de Pavese “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Al lado estaban Kike y Tony, dos peruanos que a mí me hacían poca gracia, pero que eran muy amigos de Honorio y Faro. Otra pareja, que no sabía muy bien de parte de quién venían y que hablaban en inglés se sentó en el sofá de la esquina y se pasaron la jornada bebiendo, comiendo, abrazándose y besándose con intensidad, a pesar de que la mujer era mucho mayor que él. Pegado a Alfa se sentó Omega, el de Manhattan. Era delgado, medio calvo, pálido, ojos hundidos, orejas y nariz pronunciadas, con manos de costurera, lento en moverse y con ademanes muy exquisitos. Hablaba poco y se pasaba el tiempo atendiendo a Alfa con la que había venido a la fiesta, siendo su relación con ella servil y sumisa. De vez en cuando, Omega preguntaba cómo se decía tal o cual palabra en español, porque “lo he olvidado todo ya que llevo mucho tiempo expulsado de mi país…”  Parecía vacío, decadente, siniestro, sin género, podía ser un ángel o un demonio, una babosa del Paraíso Terrenal o un gusano en la boca de uno de los Borgias, una momia egipcia o una muñeca inca, el perro de Las Meninas o una máscara de un actor en una tragedia de Sófocles.
 Lo que le llamó la atención a Honorio fue la botella que trajo que parecía única y valiosa: tenía algo de ánfora griega, de pebetero persa, de botella del Renacimiento o de vasija de las bodas de Canaan. Nadie bebió de su contenido y solo yo acepté la invitación. Observé sonreír a Omega y Alfa cuando bebía. En varias ocasiones al mirar a ésta vi que me sonreía como lo hacía Kasta y en una ocasión noté cómo se llevaba la mano derecha a sus pechos de la misma manera que también hacia Kasta. Durante un momento pensé que era ésta quien estaba allí, que había vuelto, pero lo achaqué a todo lo que había bebido.
Las hermanas toledanas, distantes, muy propias y exquisitas se levantaron un momento para servir el postre que habían traído. Al destapar la caja redonda todos vimos una anguila de mazapán de Toledo con ojos de cristal azul, lengua verde, cuerpo retorcido adornado con frutas escarchadas, dibujos medievales, signos cabalísticos y en la cola, con sangre de paloma matada al alba, la primera y última letras del alfabeto griego. La hermana mayor, alta, huesuda y hierática, cortaba la serpiente, mientras que la otra, que bien hubiera podido ser la hermana de La lozana andaluza o sobrina de La Celestina, repartía las porciones que nadie comió. Cuando llegó mi turno, la hermana mayor dijo con voz de plomo y fuego: “Para ella el corazón.” Al clavar la navaja damasquinada con oro y piedras preciosas, un olor a azufre y cuerpos quemados se apoderó de la habitación y de los ojos de la serpiente saltó un chorro de lava y humo carbonizado. Sólo yo acepté un pedazo.
El primero en irse fue Plasencia que dijo poco en toda la noche. Sólo le vi hablando con Honorio de poesía. Con Plasencia se fueron Faro y Honorio. Tenían que ir al día siguiente a un funeral de alguien que todavía no había muerto, pero que esa noche iba a morir y ellos serían avisados al llegar a su casa. 
      Yo seguí bebiendo y no sabía muy bien qué decía ni hacía. Se me nublaba la vista y al mirar por la ventana sólo vi la noche como un cristal agrietado de sombras. Fui al cuarto de baño. Me miré en el espejo, me vi despeinada, demacrada, mis intensos ojos azules eran ahora dos manchas rojas que me lo oscurecían todo. Me pasé una mano por los pechos y se hundió dentro de la blusa de seda que olía a naftalina y a tiempo viejo. Recordé mi primer amor, Irma, mi compañera de clase con la que pasé aquel verano del 69 tan feliz, amándonos a escondidas; recordé a Raúl, el padre de mi hijo con el que viví en Barcelona durante siete años; recordé la noche en que mi hijo Isaías me fue arrancado de mis manos por un grupo de militares y arrojado más tarde al océano desde un avión, con plomo en sus pies, por los asalariados de la Junta Militar de Argentina, y, sobre todo, recordé a Kasta en la mecedora en aquellas tardes de miel y amor… ¿O era Alfa?
  Cuando salí a la sala no había nadie. Un silencio total me rasgó los oídos. Las risas, las voces y el brillo de la noche habían desaparecido. Una oscuridad me quemaba los labios. Tenía calor. Sudaba. Me asfixiaba. Tropecé. Me acerqué a tientas a la mecedora y allí me esperaba la noche que ardía. 
Cuando Honorio y Faro llegaron a su casa, al abrir el ordenador vieron que cada uno de ellos tenía un e–mail firmado por Parka24 con texto en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones. El de Honorio hablaba de muerte y el de Faro de vida. En el silencio de la madrugada que empezada a clarear, una voz lejana y vieja, cantaba con acento desgarrador:

                          La Nochebuena se viene,
                         la Nochebuena se va
                         y nosotros nos iremos
                         y no volveremos más.

1 comment:

  1. Convertir una narración en el contenedor del alfa y el omega, sin importar cual sea el inicio y cual el final, en un juego lleno de sombras, es sin duda un extraordinario ejercicio que sirve de marco a la marea que en su interior deja grávidos e ingrávidos los instantes que quedaron en el aire, sin saber a ciencia cierta a quienes pertenecían. Ese es lujo de este cuento de verano, capaz de traspasar todas las estaciones y aún estar adherido a una memoria que aún no ha concluido. Impresionante logro, sin duda.

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