DIE FRAU MIT SCHATTEN
Cuando colgué el teléfono noté el arañazo que una hora antes me había hecho Rubén Trujillo con el anillo al quererme sacar el pecho izquierdo sin desabrochar el sostén. Con la punta de la piedra, una gota redonda de sangre coagulada, me rasgó desde el final del pezón a la mitad del pecho. Todavía olía mi cuerpo al suyo y en mi boca distinguía un sabor algo pastoso entre amargo y salado. Me pasé la yema del dedo índice alrededor del arañazo sintiendo placer y dolor al mismo tiempo. Sonó el teléfono.
––Sé que va a celebrar la Nochebuena con un grupo de amigos, usted me conoce, pero no me conoce. Yo he oído su voz varias veces. Me gustaría ir a su fiesta y conocerla en persona. ¿Quiere que lleve algo especial o prefiere que le sorprenda? Sé donde vive, sé el perfume que usa, sé cómo late su corazón cuando suena el teléfono. Además quiero llevar un regalo de vida para Hamid.
Al colgar sentí cómo el pecho me palpitaba y decidí darme una pomada en el arañazo que se había puesto rojo y parecía una lombriz abultada mitad roja y negra.
Las primeras en llegar fueron las Landowskas, una pareja que lleva casada dieciocho años. Trajeron una pierna de cerdo y tres botellas de Pinot Grigio. Hacía casi un año que no las veía. Me llamó la atención la palidez de Milagros, su cara ovalada estaba como nevada y sus dos grandes ojos negros eran como dos escarabajos brillantes que me miraban con fuerza y a la vez con melancolía. Wanda llevaba el pelo muy corto, como si fuera un soldado y la vi más joven, radiante, nadie diría que estuviera atravesando la menopausia. Enseguida aparecieron Honorio y Faro. Honorio parecía cansado, como ausente. Kasta y Leonor llegaron casi al mismo tiempo. Kasta no se encontraba bien, se había lastimado la columna al agacharse limpiando la habitación de Lena. Luego vino Hamid y el último fue Plasencia. Este se disculpó. Llegaba tarde porque había tenido que ir a otra fiesta con sus amigas las españolas “de la cuarta edad y de la quinta república”, intelectuales exiliadas del tiempo de Sánchez Albornoz y Victoria Kent que todavía vivían en Nueva York. Hijas de políticos y escritores, sus ilustres apellidos eran parte de la historia de España.
Dicen que mi casa es un dedal y tienen razón, pero también dicen que lo tengo todo tan organizado que es como un palacio. Parecía imposible que en una habitación de apenas quince metros cuadrados pudieran caber diez personas. Empezamos a servir la cena y cuando terminé de cortar el último trozo de la pierna del cerdo sentí un olor a azufre que llegaba de la cocina y el arañazo me latió como si la lombriz se moviera a lo largo del pecho. Era una sensación viscosa, fría y cálida a la vez. Pensé que habían llamado a la puerta y, de pronto, recordé la llamada telefónica del día anterior. El grupo había empezado a comer y ya se habían vaciado cinco botellas de vino. Plasencia hablaba con Honorio del último libro de poesía de García Martín, Faro con Kasta de la madre de ésta, las Landowskas se pasaban la comida una a otra y sonreían, Leonor parecía cansada y apenas si decía nada, solo contó que la noche anterior al ir a cerrar el coche se había dado un golpe con la puerta en el ojo izquierdo y no veía bien. Hamid se sentía como abstraído. Salí al pasillo y vi cómo la puerta se abría y aparecía una mujer mayor, vestida de negro, alta, delgada, mitad figura de un cuadro de El Bosco y la otra mitad de uno de Goya, una sombra que se movía hacia mí, el áspero pelo recogido en un moño, tez oscura, frente ancha y con dos arrugas largas y hondas, como dos arañazos secos, en sus pómulos ya marchitos. Llevaba un broche de plata con las iniciales MP entrelazadas.
–He venido a ver el arañazo –dijo–. Mirándome fijamente añadió:
–A mí hace tiempo que nadie me ama. ¿Puedo pasar?
No supe qué decir. Su voz era agria, como de leche recién cortada. La seguí como si ella fuera la dueña de la casa. Pasó entre mis amigos y se sentó en el sillón de cuero negro del rincón donde dos horas antes Rubén Trujillo había arañado mi pecho izquierdo. Nadie parecía haberla visto, nadie se inmutó, nadie volvió la mirada hacia el sillón. Plasencia hablaba ahora con Hamid, al que abrazaba tiernamente. A Honorio se le había acentuado su ausencia y su mirada era ahora como una cinta roja arrugada en un día de niebla. Las Landowskas continuaban mirándose la una a la otra y Faro, a la vez que seguía hablando con Kasta, tomaba fotos del grupo.
Hamid había nacido en Pakistán y había traído un postre de su país que tradujo al inglés como The Shadow of a Woman y que fue la estrella de la fiesta. Era una suerte de pudín, flan y natillas mezclado todo con mango y otras frutas exóticas, adornado con frambuesas, con un sabor a miel, a desierto y a paraíso, a infierno y a oasis. Era como la sonrisa de Alá y el respirar de Mahoma. Hamid se levantó, puso la vasija de cristal con base de plata en medio de la mesa y fue sirviendo a cada uno una porción meticulosamente cortada. La vasija parecía una urna para archivar la vida y un cofre para guardar la muerte. Vi como Hamid acercaba un plato a la señora y ésta me lo pasó a mí con una mirada de cobre. Temblé y comencé a comer. Una frambuesa me trajo el aliento de Rubén Trujillo. El mango se deshacía en mi paladar abriéndome los sabores de mi infancia. El único que no tomó postre fue Honorio y me extrañó.
––Gracias, Señora, ––oí como Hamid decía–– por dejarme escapar. Este postre es la promesa que le hice. En él está la semilla de la cosecha de septiembre.
La mujer con cara de sarmiento, ojos resecos y nariz aquilina, sonrió y dijo:
––No era tu momento. No me des las gracias. Nadie se muere el día antes. Ven, acércate, mírame a los ojos y no me olvides.
Hamid inclinó la cabeza y comenzó a llorar. Se acercó a ella y se arrodillo a sus pies.
––He venido a traerte a ti un regalo de vida –dijo ella–.
––Gracias, Señora.
––Toma.
Y le alargo una urna de cristal rosado.
Hamid la recogió y se la llevó cerca del corazón. Era de dos piezas. La base se parecía al cáliz de la Ultima Cena y la tapa era una cúpula de Alejandría terminada en una pequeña piedra que era idéntica a la del anillo de Rubén Trujillo. Separadas parecían dos pechos de carne fresca y rosada y juntas semejaban un cáliz de consagrar.
Un rayo de luz que entró por la ventana y que venía de lejos, de países cálidos, arañó la cúpula con una grieta de luz roja. Me reflejé en la otra parte y vi mi arañazo mezclado entre las filigranas del cristal.
––Guarda en esta urna tus mejores momentos y así vivirán para siempre. Los que beban de ella no me temerán –dijo la señora con voz antigua.
Esperaba que los demás dijeran algo. Seguían bebiendo y celebrando el postre de Hamid y nadie parecía oír nada. Miré a Honorio y le vi como ardiendo, en fuego, iluminado por una luz amarilla y brillante.
Hamid volvió al lado de Plasencia y se abrazaron. Wanda pidió a Hamid que contara lo que todos esperaban escuchar. Se hizo un silencio espeso que flotó entre todos nosotros. Mirando al sillón que estaba vacío para el grupo, pero en el que yo veía a la mujer en sombra, Hamid empezó diciendo:
––Fueron 55 minutos de terror, de oscuridad y de agonía. De pronto el edificio, después de un golpe seco, comenzó a cimbrearse como si fuera un junco, se movía lentamente y comenzaron los gritos, las carreras, los llantos… Oí varios teléfonos móviles que sonaban…Yo me fui hacia la escalera de emergencia del lado norte y ya había un grupo de gente que se daban codazos ansiosas por bajar… Estábamos en el piso ochenta y dos y nos quedaban cincuenta y cinco minutos de terror, de oscuridad y de agonía…
Por un momento Hamid se calló y abrazando la urna se la llevó de nuevo cerca de su corazón y se iluminó de un resplandor mágico. Fuera comenzó a nevar. Honorio reconoció la urna, era el Santo Grial reencontrado.
––Gracias Señora –dijo Hamid transfigurado–. Y besó la urna.
Honorio miró al sillón y vio un rostro reseco con ojos intensos. Le vino un olor a azufre, a cuerpo achicharrado, a escombros y a humo podrido. Era el mismo olor que tres meses antes, un martes once de septiembre, él había olido.
Cuando me quedé sola en casa, después de que las Landowskas se fueron, me quité los zapatos de tacón que había estrenado para la fiesta y que me habían estado mordiendo los dedos toda la jornada. Me pesaba el cuerpo y las tiras del sostén se me hundían en la carne. Sentí un fuego interior que salió chorreando entre mis piernas. La casa estaba irreconocible. Una luz sucia de madrugada borracha entraba por las ventanas. Unas gotas de sangre aparecieron en el sitio donde Honorio había estado sentado. Sentí una espina dorada que se clavaba en mi pecho. Fui tambaleándome hacia el sillón de cuero negro, me senté y al respirar hondo olí el perfume de Rubén Trujillo que era el mismo que usaba la mujer del broche de plata. Sentí un frío total. Las ventanas se abrieron de golpe y entró la nieve. El olor a azufre me ahogaba. Quise gritar, pero no pude. Entonces me di cuenta de que al haber ganado un cuerpo había perdido la vida para siempre.
Cuando Faro llegó a su casa y puso el disquete en el ordenador para ver las fotos que había tomado, oyó dos explosiones como si dos aviones hubieran chocado contra dos torres y en la pantalla apareció sentada en el sillón de cuero negro la sombra dormida de una mujer que se parecía a la muerte.
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